Paseaba
a ritmo vivo una tarde tormentosa hacia el pico blanco que
el
sol doraba
en el
atardecer moribundo. Perseguía un tonto
empeño, hacer la foto definitiva, los rubios rayos que
herían
la nieve perpetua, pero
ni la cámara estaba en buen estado con sus gotas húmedas atrapadas
en el interior de las lentes ni al día le quedaba luz para que
supliera mi deficiencia técnica. Caminaba,
pues,
por la larguísima y rectilínea avenida de Moscú, levemente hacia
arriba, literalmente tirando fotos al
pico lejano que yo creía cercano, pasando
junto a las
humildes casas que
la flanqueaban y
que
se iban ofuscando hacia interiores tristes y mal iluminados. A medida
que el pico se alejaba y el sol dejaba
paso
al
metálico azul de la noche me fueron atrayendo esas
casas y
la vida huidiza que las habitaba. Veía luces de neón descoloridas o
lámparas de techo que parecían apagar más
que que
iluminar, dibujos en el papel de las paredes con geometrías
estilizadas, tan antiguas que restauradas convenientemente podrían
volver a estar de moda, voces escondidas,
sin
dueño, y músicas tan tenues que parecían flotar viniendo de un
pasado intemporal. Entonces vi a un hombre. Estaba sentado en un
taburete con el respaldo verde deslucido, de espaldas a la calle,
vuelto hacia dos vacas que pastaban en el pequeño jardín delantero
de su casa. Me quedé paralizado, sabía que era la fotografía que
andaba buscando aquella tarde, la casa construida con listones de
madera de un blanco desconchado,
las dos ventanas con marcos azul lívido, las dos vacas pardas
pastando en el breve rectángulo de hierba, el hombre inclinado hacia
adelante, los codos sobre las piernas, la ominosa nube negra que se
agrandaba desde el norte. Tenía la cámara abierta, sólo tenía que
hacer clic, el hombre no se enteraría, pero no lo hice. Pudo más el
shock.
Allí no había tiempo o acaso se me mostró la verdadera naturaleza
del tiempo. Era imposible que ese instante pudiese contarse como
presente. Los dos pertenecíamos a épocas distintas, a distintos
lapsos temporales. Puede que la ensoñación de aquel hombre
estuviese enredada en las glorias del imperio zarista que había
construido la ciudad, Karakol, en el último tercio del XIX, quizá
había traspasado una puerta que trasfundía épocas distintas o
quizá era yo el que había desembocado en aquel lugar desde la
página de un libro. Él no me miró, no sintió que yo estaba
detrás, tan paralizado como él, pues allí la única vida que podía
asimilarse a un presente era la de las mandíbulas de las vacas
triturando hierba. No sé cuánto duró la alucinación, cuando tomé
conciencia estaba de vuelta al comienzo de la calle Moscú en su
confluencia con la calle principal, la que llevaba a la iglesia
ortodoxa. Al cielo negro le recorrían alfilerazos de luz, gruesos
goterones caían sobe mi cabeza desnuda.
Habré
de jurar que estuve allí, que este mes de septiembre he cruzado
Kirguistán de oeste a este y luego de norte a sur y más tarde
Tayikistán de norte a sur y finalmente de este a oeste. Tengo miles
de fotografías que lo prueban y ropa sucia llena de polvo, aunque ya
ha pasado por la centrifugadora, quedan las botas y una maleta que,
debidamente analizadas, darían cuenta de la microfauna importada de
centroasia y algunas baratijas que aún no he regalado. Lo juraría
pero sin dar crédito a mi voz pues mientras tecleo nadie puede
convencerme de que he abandonado esta mesa, esta casa y esta ciudad,
nadie puede hacerme creer que los recuerdos que se me presentan no
los he tomado prestados de los libros leídos y de las imágenes
vistas en Internet, aunque haya otros como yo, con quien chateo,
igualmente alucinados. Lo que veo en las fotos es como un escaparate
de antigua agencia de viajes, montañas y cielos soñadores, ríos
bravos, paisanos con trajes regionales. Cómo podría negar el paso
del tiempo, la existencia del presente, ahora mismo yo escribiendo y
tú, lector incrédulo, leyendo, pero no es imposible que todos esos
días haya estado yo caído en un tiempo que ya no existe, no tengo
conciencia de que mi yo se afirmase en aquellos lugares, de haberme
visto reflejado en los ojos de los lugareños, de que me viesen como
un sujeto autónomo, diferente a ellos. Miro las fotos del mercado de
Dushanbé, tan impoluto, tan ordenado que no puede existir más que
como escaparate o escenario para ser fotografiado, que cada tarde
desaparece cuando se va el último turista fotógrafo. Quizá haya
alguna foto de mí en ese lugar, mi silueta delante de una pirámide
de tomates resplandecientes o de sacos abiertos de especias o de una
pila de cartones de huevos, alguien habrá hecho el truco para darle
credibilidad, pero quién ha comprobado que los tomates no son como
las flores de los parterres de las avenidas de Biskek, plástico
puro, quién ha cogido uno de esos huevos y lo ha aplastado entre sus
dedos para comprobar que no hay frágil cáscara sino materia
endurecida y brillante o ¿acaso no veo entre las fotos una estatua
gigante del gran Lenin en Osh o en las plazas de la misma Biskek
otras enormes de un guerrero Manas que como en el líder soviético
la desproporción no puede sino afirmar su inexistencia o es que las
fotos en colores, de descomunal tamaño, de un Emamoli Rahmon en todo
edificio oficial tayico, en interiores y exteriores, no prueba por el
efecto de repetición su inexistencia, un canto que de tanto rodar
pierde sentido e individualidad?
Como me sucede cuando paso la mirada
por los álbumes que guardan mis fotos, no me reconozco ni conozco
los escenarios que supuestamente me acompañan. Quiénes son los
hombres y mujeres que posan junto a mí, ¿existieron alguna vez,
existo acaso yo cuando las miro? Si las miro con atención, muestran
más luz, están más vivas que lo que ahora tengo por presente. Cómo
podría asegurar que la vida está aquí, en este instante, tan
apagada a esta hora de la tarde y no en esos lugares de ensueño que
muestran las fotografías. Quién puede asegurar que hay un presente
estancado en las aguas que llevan el Kekemeren y el Panj, esos sí
reales, cómo podemos asegurar que el pasado discurre por las venas
del Sir Daria y del Amu Daria, los persas y Alejandro, los zares, los
británicos, si siempre están ahí y el ahora de las fotografías
carece de sentido pues no hay acontecimiento en este instante. Un
viajero que un mes más tarde fotografíe los picos nevados del Hindu
Kush, las laderas de colores de las montañas del Pamir, las
espejeantes aguas del Yssik Kul o del Karakol, la mansa corriente del
Panj, sus meandros y dunas, sus tramos nerviosos, la vida agreste del
lado afgano del río, el colorido mercado de Osh, creerá que ha
fijado esos lugares con leves variaciones con respecto a las fotos
que yo hice, que ha capturado el aprensible paso del tiempo, pura
ilusión, pero nada ha cambiado desde que Marco Polo los miró o los
miró Alejandro, insensibles a sus miradas esos lugares, los mismos
entonces y ahora, ajenos al tiempo como sucesión. El hombre del
taburete junto a las vacas de Karakol se refleja un instante en el
lago cuyas aguas le llevan de aquí para allá, como a mí me llevan
estas letras que no saben distinguir entre hace un segundo y el que
ha de venir. ¿Cómo podría afirmar que soy ahora y que yo soy? Sé
que he estado allí, sé que es una ilusión.
1 comentario:
Que buenas reflexiones sobre instantes muy vividos en países tan lejanos...Momentos eternos que permanecen cerca, en la memoria, aún así ilusoria...
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