jueves, 26 de septiembre de 2019

Tarde en la tarde en Karakol



Paseaba a ritmo vivo una tarde tormentosa hacia el pico blanco que el sol doraba en el atardecer moribundo. Perseguía un tonto empeño, hacer la foto definitiva, los rubios rayos que herían la nieve perpetua, pero ni la cámara estaba en buen estado con sus gotas húmedas atrapadas en el interior de las lentes ni al día le quedaba luz para que supliera mi deficiencia técnica. Caminaba, pues, por la larguísima y rectilínea avenida de Moscú, levemente hacia arriba, literalmente tirando fotos al pico lejano que yo creía cercano, pasando junto a las humildes casas que la flanqueaban y que se iban ofuscando hacia interiores tristes y mal iluminados. A medida que el pico se alejaba y el sol dejaba paso al metálico azul de la noche me fueron atrayendo esas casas y la vida huidiza que las habitaba. Veía luces de neón descoloridas o lámparas de techo que parecían apagar más que que iluminar, dibujos en el papel de las paredes con geometrías estilizadas, tan antiguas que restauradas convenientemente podrían volver a estar de moda, voces escondidas, sin dueño, y músicas tan tenues que parecían flotar viniendo de un pasado intemporal. Entonces vi a un hombre. Estaba sentado en un taburete con el respaldo verde deslucido, de espaldas a la calle, vuelto hacia dos vacas que pastaban en el pequeño jardín delantero de su casa. Me quedé paralizado, sabía que era la fotografía que andaba buscando aquella tarde, la casa construida con listones de madera de un blanco desconchado, las dos ventanas con marcos azul lívido, las dos vacas pardas pastando en el breve rectángulo de hierba, el hombre inclinado hacia adelante, los codos sobre las piernas, la ominosa nube negra que se agrandaba desde el norte. Tenía la cámara abierta, sólo tenía que hacer clic, el hombre no se enteraría, pero no lo hice. Pudo más el shock. Allí no había tiempo o acaso se me mostró la verdadera naturaleza del tiempo. Era imposible que ese instante pudiese contarse como presente. Los dos pertenecíamos a épocas distintas, a distintos lapsos temporales. Puede que la ensoñación de aquel hombre estuviese enredada en las glorias del imperio zarista que había construido la ciudad, Karakol, en el último tercio del XIX, quizá había traspasado una puerta que trasfundía épocas distintas o quizá era yo el que había desembocado en aquel lugar desde la página de un libro. Él no me miró, no sintió que yo estaba detrás, tan paralizado como él, pues allí la única vida que podía asimilarse a un presente era la de las mandíbulas de las vacas triturando hierba. No sé cuánto duró la alucinación, cuando tomé conciencia estaba de vuelta al comienzo de la calle Moscú en su confluencia con la calle principal, la que llevaba a la iglesia ortodoxa. Al cielo negro le recorrían alfilerazos de luz, gruesos goterones caían sobe mi cabeza desnuda.


Habré de jurar que estuve allí, que este mes de septiembre he cruzado Kirguistán de oeste a este y luego de norte a sur y más tarde Tayikistán de norte a sur y finalmente de este a oeste. Tengo miles de fotografías que lo prueban y ropa sucia llena de polvo, aunque ya ha pasado por la centrifugadora, quedan las botas y una maleta que, debidamente analizadas, darían cuenta de la microfauna importada de centroasia y algunas baratijas que aún no he regalado. Lo juraría pero sin dar crédito a mi voz pues mientras tecleo nadie puede convencerme de que he abandonado esta mesa, esta casa y esta ciudad, nadie puede hacerme creer que los recuerdos que se me presentan no los he tomado prestados de los libros leídos y de las imágenes vistas en Internet, aunque haya otros como yo, con quien chateo, igualmente alucinados. Lo que veo en las fotos es como un escaparate de antigua agencia de viajes, montañas y cielos soñadores, ríos bravos, paisanos con trajes regionales. Cómo podría negar el paso del tiempo, la existencia del presente, ahora mismo yo escribiendo y tú, lector incrédulo, leyendo, pero no es imposible que todos esos días haya estado yo caído en un tiempo que ya no existe, no tengo conciencia de que mi yo se afirmase en aquellos lugares, de haberme visto reflejado en los ojos de los lugareños, de que me viesen como un sujeto autónomo, diferente a ellos. Miro las fotos del mercado de Dushanbé, tan impoluto, tan ordenado que no puede existir más que como escaparate o escenario para ser fotografiado, que cada tarde desaparece cuando se va el último turista fotógrafo. Quizá haya alguna foto de mí en ese lugar, mi silueta delante de una pirámide de tomates resplandecientes o de sacos abiertos de especias o de una pila de cartones de huevos, alguien habrá hecho el truco para darle credibilidad, pero quién ha comprobado que los tomates no son como las flores de los parterres de las avenidas de Biskek, plástico puro, quién ha cogido uno de esos huevos y lo ha aplastado entre sus dedos para comprobar que no hay frágil cáscara sino materia endurecida y brillante o ¿acaso no veo entre las fotos una estatua gigante del gran Lenin en Osh o en las plazas de la misma Biskek otras enormes de un guerrero Manas que como en el líder soviético la desproporción no puede sino afirmar su inexistencia o es que las fotos en colores, de descomunal tamaño, de un Emamoli Rahmon en todo edificio oficial tayico, en interiores y exteriores, no prueba por el efecto de repetición su inexistencia, un canto que de tanto rodar pierde sentido e individualidad? 


Como me sucede cuando paso la mirada por los álbumes que guardan mis fotos, no me reconozco ni conozco los escenarios que supuestamente me acompañan. Quiénes son los hombres y mujeres que posan junto a mí, ¿existieron alguna vez, existo acaso yo cuando las miro? Si las miro con atención, muestran más luz, están más vivas que lo que ahora tengo por presente. Cómo podría asegurar que la vida está aquí, en este instante, tan apagada a esta hora de la tarde y no en esos lugares de ensueño que muestran las fotografías. Quién puede asegurar que hay un presente estancado en las aguas que llevan el Kekemeren y el Panj, esos sí reales, cómo podemos asegurar que el pasado discurre por las venas del Sir Daria y del Amu Daria, los persas y Alejandro, los zares, los británicos, si siempre están ahí y el ahora de las fotografías carece de sentido pues no hay acontecimiento en este instante. Un viajero que un mes más tarde fotografíe los picos nevados del Hindu Kush, las laderas de colores de las montañas del Pamir, las espejeantes aguas del Yssik Kul o del Karakol, la mansa corriente del Panj, sus meandros y dunas, sus tramos nerviosos, la vida agreste del lado afgano del río, el colorido mercado de Osh, creerá que ha fijado esos lugares con leves variaciones con respecto a las fotos que yo hice, que ha capturado el aprensible paso del tiempo, pura ilusión, pero nada ha cambiado desde que Marco Polo los miró o los miró Alejandro, insensibles a sus miradas esos lugares, los mismos entonces y ahora, ajenos al tiempo como sucesión. El hombre del taburete junto a las vacas de Karakol se refleja un instante en el lago cuyas aguas le llevan de aquí para allá, como a mí me llevan estas letras que no saben distinguir entre hace un segundo y el que ha de venir. ¿Cómo podría afirmar que soy ahora y que yo soy? Sé que he estado allí, sé que es una ilusión.


1 comentario:

  1. Que buenas reflexiones sobre instantes muy vividos en países tan lejanos...Momentos eternos que permanecen cerca, en la memoria, aún así ilusoria...

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