
El sexo sucio y las vacaciones exóticas o las dos cosas juntas como metáfora de la decadencia de Europa. Es el tema que Houellebecq repite en cada una de sus novelas. Llaga a resultar pesado, aunque en esta ultima H. presenta el sexo de la forma más material posible, como resultado de una transacción comercial. El mundo aparece como un gran prostíbulo. Pero el intercambio es desigual: África y Ásia ofrecen, en palabras de H., coños sedosos, Occidente paga con dinero. H. establece una comparación entre las relaciones mercantiles capitalistas y el intercambio sexual. Estas relaciones sexuales puramente mercantiles serían metáfora de la degradación de las relaciones humanas en Occidente, de la falta del amor que todo el mundo anhela pero que la sociedad que hemos construido impide. Los que se lo pueden permitir buscan en el sudeste asiático el imposible.
La representación es un exabrupto. Calixto Bieito, como acostumbra, nos ofrece un escenario barroco lleno de excrecencias de todo tipo, donde predomina el caca, pedo, culo, pis. No hay una narración que vaya discurriendo, sólo el bla, bla, bla de esos hombres voluntariamente derrotados que beben con malos tragos su desesperanza. Quizá en la obra de Houellebecq haya un intento de rescate del personaje de Echanove por el amor, pero en la versión de Bieito no se acaba de ver por ningún lado. Aquí sólo queda la exhibición del desastre. Una larga exhibición de dos horas que trasmite al espectador el tedio, el hartazgo, el vacío que ha sucedido a la revolución sexual, lo que queda después de ella. La idea es buena, como la de la mujer que permanece desnuda durante toda la función, el objeto sexual convertido en muñeca deshumanizada, pero uno tiene la impresión de que con media hora hubiese bastado. Bieito es un creador de imágenes potentes pero es incapaz de elaborar un discurso complejo. Él, como el propio Houellebecq, se repite. Ya no impresiona, ¿a quién puede escandalizar una masturbación simulada? Lo peor, me temo, es que no va al fondo de las cosas, no se atreve a hurgar en las verdaderas llagas de la sociedad en la que vive. No es un Bernhard zahiriendo a los austriacos, por ejemplo, o un Lars von Traer a los danenes, o un Boadella. Ni siquiera se atreve a hacer suyo el furibundo antiislamismo de H, se lo encasqueta a un personaje que se declara racista. Lo que hace es viejo, tanto como la sociedad que le ríe las gracias.
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