Casi
siempre nos falta lo que sucede en el alma del escritor cuando nos
cuenta una historia. Mucho más, cuando cuenta 'una historia
verdadera'. En el reportaje que Leila Guerriero escribe en La
llamada hay un personaje principal, Silvia Labayru. Es evidente
que Guerriero toma partido por ella, que parece que es el sino de
cualquier creador con sus personajes, aunque aquí ni Guerriero crea
ni Silvia es un personaje, pero a los efectos de la lectura así
funcionan. Dice en una entrevista que aunque Silvia esté mintiendo,
dice verdad. Es posible que sea así. Cómo no escuchar, cómo no dar
crédito a lo que le cuenta tras haber pasado por lo que pasó en la
ESMA. Todo el mundo tiene derecho a fabricar un relato y a que
creamos en él, aunque sea contradictorio con otros relatos. En los
asuntos del alma humana habría que decir que todo lo que el
protagonista cuenta es verdad. A lo largo del larguísimo reportaje
Guerriero trata de esconderse tras la máscara del reportero neutral
y objetivo. No siempre lo logra. Están los hechos objetivos que rastrea el historiador como científico y el juez como juzgador y están los relatos que los protagonistas o los testigos elaboran a posteriori. Guerriero en su reportaje opta por esta segunda opción. Es un reportaje que parece una novela.
También los criminales tienen un
relato que contar aunque no estemos dispuestos a creérnoslo: Alfredo
Astiz el rubio, el tigre Acosta, Alberto González, los marinos que
en la ESMA -el centro de tortura más famoso durante los años de la
dictadura argentina- ejecutaron los secuestros las torturas las
violaciones. Alguien debería ponerles el oído. Otros, en esta
historia, se mantienen al margen, deliberadamente no quieren elaborar
un relato: Martín Gras, un compañero de Silvia en el sótano de la
ESMA. Esto es lo que alcanza a decir:
“Silvia
era como un rayo de sol adentro de ese infierno oscuro que era la
ESMA. Fue la niña mimada de sus padres, de los montoneros y de los
marinos. Los oficiales jóvenes estaban como embobados, era la mujer
con la cual cualquiera de ellos hubiera querido casarse. Linda, de
familia militar, el que consiguiera una esposa así llegaba a
almirante seguro”.
Otros
se empeñan en el suyo propio, Alberto Lennie el esposo de Silvia y
padre de Vera -el bebé que nació durante el secuestro-, del que
Guerriero muestra balbuceos y subraya palabras que incitan a la
confusión.
Hay
una frase que encierra toda la verdad del asunto de Silvia: "Desde
el momento del secuestro, no hay nada que pueda ser considerado que
se hace por voluntad propia".
En
La llamada lo interesante no es lo que ocurrió en los sótanos
de La escuela mecánica de la Armada, ESMA: los
secuestros, las torturas, las servicias, las violaciones, el arrojo
de los cuerpos al río o desde los aviones en vuelo -4.800 personas
murieron o desaparecieron, unas 200 sobrevivieron; 30.000 en el total
de la dictadura, entre1976-1983-, lo que importa es lo que sucedió y
aún sucede en la mente de las personas que allí convivieron, cómo
respondió cada una de ellas a la extraterritorialidad a la que se
les sometió, exiliados de la vida que vivían, entregados a la
ilegalidad. Silvia Labayru participó en los juicios contra sus
torturadores y violadores, sin embargo, no hubo un juicio en el que
pudiera defenderse de la sospecha: ‘haber sido colaboradora’,
‘haber participado en la delación de las Madres y monjas de la
Plaza de Mayo’, ‘haberse entregado sexualmente a un torturador,
que la llevaba fuera de la ESMA a hoteles para tener sexo con ella o
de ella con su mujer, que la permitiesen viajar a Brasil o a
Montevideo’, ‘que entregaran a su hija recién nacida a sus
abuelos’. Tan solo tenía 19 años cuando fue secuestrada y algo
más de veinte cuando salió. Superviviente era sinónimo de traidor,
sobre el que caía la sospecha: "Por qué se habrá salvado".
El 'algo habrá hecho', como susurraban aquí las buenas gentes del
País Vasco cuando ETA mataba, acompañó a Silvia Labayru desde que
llegó a Madrid durante muchos años. A Silvia le condenaron los
malos y los buenos. La llamada es un relato de su
supervivencia.
Guerriero
ha modelado un personaje, un ídolo, y da vueltas sobre él,
amasándolo como hace el alfarero con su figura de barro. Los demás
personajes le sirven si valen para dotar de espíritu a su figura:
amigos, familiares, conocidos. Unos complacientes, otros no tanto.
Alberto Lennie y Osvaldo Natucci, no tanto. A este lo deja hablar
hablar y hablar para que se cueza en su salsa -en su tango- y lo
despacha con una frase que no le gustó a Guerriero en referencia a
Silvia Labayru. Fueron pareja y amantes en España, con 16 años de
diferencia entre ambos. Pasados ya los 80 años cuando Guerriero lo
entrevista, Natucci habla de sí mismo sin cesar y cuando, muy al
final, aparece la figura de Silvia pregunta: ¿Envejece bien?
Esa es la frase. El mismo procedimiento utiliza con Alberto Lennie,
marido y padre de Vera, el bebé que nació en la ESMA,
desfigurarlos, marcarlos, personajes que no le devuelven la imagen
que ella se ha hecho de Silvia Labayru. Luego está el feo asunto de la
madre de Hugo Dvoskin, la actual pareja de Silvia Labayru. Los padres
de Hugo no entregaron el telegrama y las dos cartas que Silvia le
escribió al salir de la ESMA, cuando necesitaba con urgencia que la
atendieran y abrazasen. Cuando Hugo y Silvia se enteran, muchos años
después, la madre ya con 90 y pico años, y se lo recuerdan, la
mujer entra en colapso y queda al cuidado de un geriátrico. Su hijo
la castiga con no verla durante 18 meses. Silvia, sin embargo, sí
que va a verla. Guerriero trata a Hugo con distancia.
¿Termina
uno de conocer a una persona? Guerriero entrevista a Silvia Labayru
en múltiples ocasiones, en España y en Argentina, en escenarios
diferentes, sola y acompañada. En la conversación siempre pesa lo
que le ocurrió, cuando tenía 19 años, el secuestro el parto las
violaciones las salidas fuera de la ESMA para ver a su padre y a su
marido, pero hablan de otras cosas, de los maridos sucesivos, de los
hijos, de la vida social, de sus empleos y empresas para ganarse la
vida, de sus encuentros con otras secuestradas en la ESMA, de su vida
partida entre Buenos Aires y Madrid. Guerriero lanza un hilo que
atraviesa y une todas esas circunstancias. Cuando leemos una novela o
una biografía, lo que es este libro al fin y al cabo, encontramos un
fondo 'esencial' que da identidad al personaje por encima de sus
variaciones, un núcleo resistente a la evolución. Nos pasa cuando
reencontramos a un amigo o cuando vemos a nuestros propios hijos
después de un tiempo, pero ¿no es una convención, una necesidad
para distinguirlo del resto, para poder manejarnos con la realidad?
Lo contrario de lo que nos sucede cuando miramos nuestra propia vida
hacia atrás. No nos reconocemos en aquel que fuimos.
Hay una
fotografía de Silvia Labayru, en blanco y negro, hecha por un amigo
fotógrafo, Dani Yako, a la que Guerriero presta especial atención,
pero nos la hurta, como si en ella estuviese reflejado ese núcleo
invariable. No hay fotografías en el libro, tampoco grabaciones. Un
libro de este tipo debería ir acompañado de ambas cosas. He visto
en Youtube una entrevista que un periodista argentino le hace este
mismo año, pero en ella aparece una mujer a la defensiva,
respondiendo a un entrevistador envarado, incapaz de extraer nada que
interese; falta todo lo demás, sólo la mujer de una pieza que
mantiene incólume su personalidad, como si eso existiera. Guerriero
muestra a una Silvia Labayru poliédrica, contradictoria, segura e
insegura a un tiempo, como lo somos todos. Cuando se trata de
personas reales, contar los hechos no es suficiente para entender lo
que pasó. Necesitamos un relato.
¿Cómo
es que, cada tanto, descubre que quiere decirme algo revelador que ya
me dijo? Quizás porque siente que, a pesar de todos estos meses, a
pesar de todas estas conversaciones, no ha podido transmitir de
manera cabal cuál es el color verdadero del pliegue en el que
—todavía— vive el espanto.
Sin
duda uno de los libros del año, o de la década.