"Todavía no le han dicho nada los médicos", le dice un chaval al móvil en medio del silencio de la sala, en la biblioteca. A poco que pongas el oído en las conversaciones ajenas enseguida captas el dolor. Alguien que acaba de salir del hospital o que le han hecho las pruebas preparatorias para ingresar. Un familiar o un amigo o un conocido que ha muerto inesperadamente. En la cola de la pescadería, un hombre, en voz alta, da detalles de su recuperación a otro que le escucha con atención, tan silenciosa que parece no compartir el gozo del otro por haberse recuperado, por haber salido del mal trance. A la puerta de la cafetería una mujer, sin embargo, da generalidades cuando le preguntan, quizá porque no las tiene todas consigo.
Si observas, puedes verlo, aunque en general pasa desapercibido porque cada cual va a lo suyo. Personas que renquean o que utilizan artilugios mecánicos para moverse. Solitarios con el dolor impreso en el rostro o en su manera de caminar. Gente que se conformaría con un 'buenos días' o con la sonrisa que tanto nos cuesta regalar. La amabilidad parece haber desaparecido de las calles.
No sé si la sociología ha reparado en el asunto. La convivencia con el dolor, los estados de felicidad. Ambos están a la vista, aunque solo solemos parar mientes en los segundos. La vida es un estallido de gozo que se va consumiendo, hasta que aparece el dolor, para muchos el compañero más fiel, el óbolo que hay que entregar en la última aduana. Hay días que caminando lentamente por la calle peatonal escucho involuntariamente las conversaciones de a pie y todas son noticias malas. Eso quien tiene a alguien a quien contar, pero qué pasa con los que sufren en silencio.
Hasta hace no mucho había dos elementos que compensaban el dolor. Uno era la juventud como proyecto, los hijos, construir una vida junto a otra persona: mirar hacia delante, una profesión, una casa, pero hoy las mascotas sustituyen a los niños. Mala señal. Otro era una alternativa colectiva al mundo feo en el que chapoteamos. Otro mundo era posible. Quién guarda esa promesa, tan amarrada que nadie la ve. Como si todo se hubiese venido abajo. Un futuro romo.

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