Existen más de cien adaptaciones de la novela de Mary Shelley sobre la criatura del doctor Frankenstein, desde la primera de James Whale con Boris Karloff, en 1931, hasta la más reciente de Guillermo del Toro, ahora en Netflix. Además de las memorable interpretación de Boris Karloff, yo recuerdo la de Kenneth Branagh (1994), con Robert De Niro, La maldición de Frankenstein (1957) de Terence Fisher, con Peter Cushing, y la divertida El jovencito Frankenstein (1974) de Mel Brooks. También hay al menos una adaptación española con el especialista en películas de terror, tío de Javier Marías, Jess Franco: La maldición de Frankenstein (1972).
Hay toda una rama de películas en las que la criatura es una mujer, que se inicia con el mismísimo James Whale, La novia de Frankenstein (1935), sigue con La prometida (1985), en la que participa Sting, y acaba con la reciente Pobres criaturas (Poor Things, 2023) de Yorgos Lanthimos.
También hay una película de animación de Tim Burton y una muy reciente de terror juvenil que sigue su línea, Lisa Frankenstein (2024).
Si la criatura de Mary Shelley ha florecido tanto hasta convertirse en mito, desde que apareciera por primera vez (en sus dos versiones, 1818 y 1831), se debe al miedo que asociamos a los inventos de la revolución tecnológica, desde la maquinización de la entonces naciente revolución industrial hasta la reciente inteligencia artificial. El tecnocientífico moderno, en su intento de asaltar la inmortalidad, como un Prometeo moderno, desata fuerzas naturales que no puede controlar. Tanto las criaturas de Kenneth Branagh como la de Yorgos Lanthimos se preguntan por qué han sido creados y luego abandonados y ante la falta de respuesta planean su venganza.
El Frankenstein de Guillermo del Toro es fiel al decorado gótico con el que Mary Shelley envuelve a su criatura, especialmente la versión de 1831. No hace preguntas filosóficas sobre el sentido de la vida ni sobre los peligros de la tecnología, del Toro concibe sus películas como obras de entretenimiento. Desde las primeras imágenes del barco encallado en los hielos del Polo Norte, donde acaban creador y criatura para autodestruirse, sabemos que no vamos a reflexionar sino a sumergirnos en una atmósfera de terror gótico.
Guillermo del Toro con su ocupación de la pantalla - horror vacui - no deja espacio para el silencio o la reflexión. Como en sus anteriores películas (El laberinto del fauno, La forma del agua), busca un espectador con boca abierta y ojos de par en par. Todo en su película está concebido para la diversión, incluso las citas de autores como Byron, Shelley o Milton son citas de atrezzo no puntos de partida para hacerte pensar.
Son películas - para ver en la pantalla grande - que tienen su público, sobre todo juvenil, pero que a los adultos, hasta que el barco se despega de la banquisa ártica, después de dos horas y media, se les pueden hacer demasiado largas.

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