He
aquí un proyecto ambicioso, capturar la esencia del cristianismo en sus 2000
años de historia. Y una tesis fuerte: el cristianismo es el humanismo. Tardó en
apoderarse de Occidente, aunque nació en Oriente. Contó casi al principio con
una mente brillante, Pablo de Tarso, que orientó a la comunidad cristiana,
señalando el mensaje y convirtiéndola en universal: el cristianismo no
nacía como secta dentro del judaísmo, sino que su vocación era universal. Pablo llevó a toda la humanidad la buena nueva de
que los mandamientos de Dios estaban escritos en sus corazones (primera
revolución).
El
poder romano lo vio como el cemento del Imperio y lo asoció al Estado. Un arma
de doble filo, pues gracias al Imperio se hizo universal, pero a cambio le
costó desembarazarse de los poderosos para atender a aquellos para quienes
había nacido, los humildes y desheredados, algo que solo ocurrió en el siglo XI
con la reforma gregoriana del Papa Gregorio VII, cuando el cristianismo se
purifica y se convierte en religión independiente del Estado, afirmando
un poder superior al temporal, puesto que la iglesia fue creada por Dios.
(Segunda revolución).
La
lucha entre la secularización y la pureza ha estado presente en toda la
historia del cristianismo. Dos agustinos están en el origen de la tercera gran
revolución cristiana. El primero Agustín de Hipona que antes que Gregorio ya
propuso la separación de la ciudad celeste de la secular. Y el siguiente un
fraile alemán, Martín Lutero que ante las tendencias seculares de la iglesia
del Vaticano puso la lectura de los Evangelios al alcance de cualquiera y la vuelta a la fe como la brújula del cristiano, pues solo la fe salva.
La
cuarta revolución aparentemente destruye al cristianismo cuando Nietzsche
proclama la muerte de Dios. El secularismo, una vida sin religión, ha
triunfado. Lo que el autor defiende es que eso no ha ocurrido sino más bien al
contrario, las ideas, el modo de vida y la moral cristiana ha permeado la
mentalidad de Occidente: los seres humanos tienen derechos, nacen iguales, se
les debe sustento, cobijo y refugio y protección frente a la
persecución. Verdades que no fueron nunca evidentes, pero que Occidente asumió
como suyas a través de sus filósofos y místicos y luego de sus juristas hasta
organizar estados basados en ellas. La retirada de la fe cristiana no parece
implicar necesariamente la desaparición de los valores cristianos.
Aquella broma de los Monthy Pyton que preguntaban qué debemos a los romanos, para
responder con una lista de consecuciones prácticas evidentes que están en
nuestra vida sin que reparemos en ellas, la traslada Tom Holland al cristianismo,
para fijarse en la organización mental y moral que organiza nuestra vida social.
El cristianismo ha transformado el mundo. Hoy es evidente en Occidente, pero
también lo está haciendo en África y Asia.
“El cristianismo es una filantropía que se difunde.
Necesita propagarse perpetuamente para demostrar su autenticidad”. (David
Livingstone sobre la propagación del cristianismo en África)
En Dominio,
Cómo el cristianismo dio forma a Occidente, Holland traza la línea de
liberación de la conciencia del hombre para salir de la oscuridad, que va de
Pablo de Tarso a Lutero, de Gregorio VII a los philosophes como
Voltaire, y los revolucionarios de 1789, un Voltaire que siendo ateo proclamaba la
necesidad de religión, asumiendo los valores cristianos (“Vosotros, hermanos, fuisteis
llamados a ser libres”, había escrito Pablo), una actitud reformista que va de
la lucha de los cuáqueros contra la esclavitud hasta Martin Lutero King y su
combate pacífico en pro de los derechos civiles de los negros.
«Matadlos
a todos. Dios reconocerá a los suyos», nos recuerda que había sido la orden del
legado papal contra los albigenses asediados tras las murallas de Béziers. Holland
no oculta el lado oscuro de la historia de la Iglesia. Que el cristianismo sea
un suceso histórico, no le resta validez a cómo ha dado sentido al vivir. La
cristiandad, con sus luces y sus sombras, ha sido el modo más feliz - quizá el
menos infeliz - de organizar la vida de los hombres desde que tenemos noticia.
Lo que no le concede plenos poderes para apoderarse de la eternidad. Eso es lo
que nos quiere transmitir Holland en Dominio.
En repetidas ocasiones, fuera irrumpiendo en los
canales de Tenochtitlán, asentándose en los estuarios de Massachusetts o
adentrándose en el Transvaal, la confianza que había permitido a los europeos
creerse superiores a aquellos que desplazaban derivaba del cristianismo. Sin
embargo, una y otra vez, en la lucha por hacer rendir cuentas por esta
arrogancia, había sido el cristianismo el que había provisto a los colonizados
y los esclavizados de su altavoz más seguro.
Cuando el dominio británico llegó a su fin y la
India consiguió la independencia lo hizo como una nación secular. Resultó que
no era necesario que un país se convirtiera al cristianismo para que empezara a
verse a sí mismo desde una óptica cristiana.
En un país saturado de creencias cristianas como
Estados Unidos, no había forma de escapar a su influencia, ni siquiera para
aquellos que imaginaban haberlo hecho. Las guerras culturales estadounidenses
eran menos una guerra contra el cristianismo que una guerra civil entre
facciones cristianas.
La retirada de la fe cristiana no parecía implicar
necesariamente la desaparición de los valores cristianos. Al contrario. Incluso
en Europa —un continente cuyas iglesias están mucho más vacías que las de
Estados Unidos—, los vestigios del cristianismo seguían impregnando la moral y
las creencias de la gente hasta tal punto que muchos ni siquiera percibían su
presencia. Como partículas de polvo demasiado finas para distinguirse a simple
vista, todo el mundo las respiraba por igual: creyentes, ateos y aquellos que
ni siquiera se habían parado jamás a pensar sobre religión.
Una
buena lectura para el periodo navideño, combinada con Lux de Rosalía y
la película Los domingos.

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