Si el mundo se ha vuelto indescifrable para los
nacidos antes del cambio de siglo, según el filósofo francés Alexandre Lacroix
- él dice para los nacidos antes de 1989 (la frontera de Internet)-, no es
extraño que caigamos rendidos ante una película como Una quinta en Portugal.
No hay IAs ni teléfonos móviles ni cacharros tecnológicos en la película.
Imagina el mundo anterior y posterior a la imprenta, los siglos que se
sucedieron para que se produjese el cambio, y compáralo con lo que está
sucediendo ahora. Ver esta película es como recluirte en un hortus conclusus.
Te gustaría quedarte en él y hacer como que el exterior no existe.
Un hombre - profesor desengañado - se toma unas
vacaciones de la vida. Deja Madrid por un pueblo del interior de Portugal, toma
una identidad que no es la suya y coge la ocasión que se le presenta, ser
jardinero en una hermosa quinta. Ahí se topará con dos mujeres, una cocinera
embarazada y la dueña de la finca, una mujer misteriosa que, como él desea, ha
creado un recinto propio frente al mundo. De vez en cuando ese mundo externo
les reclama, les tienta para que vuelvan.
La directora y guionista de esta peli nos dice que es
posible, que es posible encontrar un lugar así, y en él un alma gemela, un
lugar en el que el tiempo discurre lentamente con las necesidades básicas
cubiertas. El espectador se lo cree con alguna lagrimilla suelta y durante el
breve intervalo, antes de la vuelta al mundo, es feliz.
Una quinta en Portugal es un cuento, el que contábamos
a nuestros hijos entre dos luces - ¿qué cuentos se cuentan ahora? -, cuando
todavía era posible imaginar historias como esa, cuando todavía era posible
vivir a pie, hacer un ramillete con las flores del camino, sentarte a una mesa
para echar una partida y poner el oído para escuchar lo que alguien tuviese que
contar.
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