Cuando llevaba unos pocos kilómetros el GPS me avisa de que el móvil se está
quedando sin batería. Luego lo compruebo cuando quiero fotografiar una bonita
estampa de unos álamos reflejados en un charco. Me palpo en la espalda y ahí no
está la pequeña mochila donde llevo la bomba de aire y los repuestos, justo el
día en que me adentro en el bosque para hacer una ruta por caminos y senderos.
Aun así, no doy marcha atrás, me sumerjo en la naturaleza, ese ámbito del que
formo parte y del que no tomo conciencia.
Los caminos están encharcados y embarrados. No ha habido tiempo para que el sol
de estos últimos días los secase. Allí donde lo ha hecho, las roderas de los
tractores sobre el barro han destrozado el piso. La bici va rebotando sobre
ellas. Por los senderos, cuando acaba el camino, se va mejor, porque la hierba
aún no tapa el suelo, no ha crecido lo suficiente para ocultar baches y
piedras.
Tengo la impresión de que voy solo, sin vida a mi alrededor, solo el verde que
brota, pero aún no se expande. No hay flores en esta zona, como si la primavera
no acabara de llegar. Hay unas cuantas vistas que me gustaría atrapar, un
águila solitaria que evoluciona delante de mí, un pajarillo sobre una estaca,
que ha perdido el miedo cuando paso junto a él, el encharcado que me hace poner
pie a tierra, pero vuelvo a tomar conciencia de que la energía del móvil está
agotada. Voy con el ay en el cuerpo por si pincho o destrozo la rueda, por si
tengo que reparar o llamar para que me rescaten.
Me alivia llegar al camino de concentración, aunque ahora estoy muy lejos de
casa. Por fin, llego donde Conchi y le compro dos morcillas, en Sotopalacios.
Hasta llegar aquí, en toda la ruta no me he cruzado más que con un tractor.
Luego tomo un café en el bar de al lado, antes de coger la pista del Santander
Mediterráneo y volver a casa, ya sin susto, contento de haber disfrutado tanto.
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