“Desde ahí fuera no tiene
la apariencia de un objeto sólido, su superficie es fluida y lustrosa... Y ahí
la ves nuevamente, la Tierra, girando azul, cubierta de nubes rápidas,
inconcebiblemente tersa bajo el armazón de la nave en torno a la cual te
desplazas”. (la Tierra vista desde la Estacón Espacial Internacional).
Chie, una astronauta japonesa de Nagasaki, en la estación
espacial que da vueltas sin cesar alrededor de la Tierra, contempla una
fotografía de su madre. Afuera un tifón se desplaza desde el Ecuador hacia
Filipinas por Taiwán y las costas de Vietnam. Chie ve la dinámica de la Tierra
que es un no parar, una dinámica de la que participa, pues es hija de su madre
y esta de sus abuelos; por una rendija del tiempo y del espacio se coló para
nacer, aquella en que la división del átomo convertida en la bomba más potente
hizo que su abuela desapareciese, pero no su abuelo que, en ese instante
cuidaba de su madre en casa, antes de que ella naciera. Ve la fotografía con su
madre en la playa, hecha el mismo día en que el hombre llegaba a la Luna - 'Día
del alunizaje’, 1969, escribió por detrás su padre -, y recuerda a su madre
diciendo, Mira Chie-chan, esa soy yo el día que los hombres fueron a la Luna.
Ve la fotografía en la nave que hace posible que ella esté ahí en ese momento,
años después de que un par de hombres alunizasen por primera vez, hombres
blancos de otro país, sin compañía de mujer, aunque ella sí que es mujer y
japonesa y está ahí, contemplando, gracias al impulso en paralelo de la
humanidad, que nunca está parada, que no deja de moverse.
Chie, junto a sus cinco compañeros, está a 400 km por
encima de la Tierra, orbitando a 27.000 km por hora, a 130 millones de
kilómetros del sol, a salvo, en uno de los 17 módulos de la Estación Espacial Internacional,
de los pulsos radioactivos del sol que tardan exactamente 8 minutos en llegar,
llamaradas que, paradójicamente, la salvan de la más peligrosa radiación
cósmica. La madre de Chie acaba de fallecer, mientras ella estaba en el espacio
haciendo listas de cosas, listas de pensamientos y sentimientos.
Nell, la londinense, ve la casa en Irlanda de su marido,
con quien lleva seis años casada, pero con quien apenas se ve. Antón, el ruso se
da cuenta de que le ha salido un bulto del tamaño de una cereza en el hueco del
cuello, mientras reflexiona sobre el desamor hacia su esposa, de las palabras
que le dirá cuando vuelva.
Pietro, el italiano, mira preocupado la trayectoria del
tifón que se desplaza como un monstruo antediluviano por las costas de Malasia
e Indonesia antes de llegar a las Filipinas; ve cómo se está convirtiendo en
supertifón, teme por la familia de pescadores en cuya casa una vez se hospedó junto
a su novia.
Shaun mira en una postal de Las meninas la
caligrafía zurda de su mujer, la postal que le regaló hace quince años para que
resolviese un enigma, ¿Cuál es el tema del cuadro? Mientras da vueltas a
la pregunta, oye que Pietro, por encima de su hombro, le dice, El tema del
cuadro es el perro,
"el perro es el único
elemento del cuadro que no es ligeramente risible y que no está atrapado en una
matriz de vanidades. El único elemento del cuadro del que se podría decir que
es, quizá, libre".
Sueña Roman, el otro cosmonauta ruso: Decidí ser
astronauta cuando estaba en el vientre de mi madre, cuando absorbía
oxígeno a través de un cordón umbilical, cuando nadaba en la ingravidez.
Orbital es el quinto libro de
Samantha Harvey. Durante la pandemia, retomó un archivo del ordenador en el que
no tenía demasiada fe y lo completó. Con él ha ganado el Booker, el
premio más prestigioso de las letras británicas. De los demás destaca el
anterior, que dedicó al insomnio, Un malestar indefinido, cuyas huellas
se pueden rastrear en Orbital. Orbital está estructurado en 16
capítulos, que se corresponden con las 16 órbitas de 90 minutos cada una que
completan un día terrestre. Los seis astronautas - una representación de la
humanidad - se mueven al ritmo de los ascensos y descensos de la nave alrededor
del planeta.
No hay trama ni drama, acaso ligerísimos dramas y tramas.
Si acaso, un suspiro, un ay, por el destino de la nave, por el destino de la
Tierra. Mientras en la última órbita una brecha milimétrica - otra rendija del
tiempo y del espacio -, imperceptible para los astronautas, se abre en el casco
de la nave, que más adelante la precipitará en el océano, otra nave despega de
la Tierra hacia la Luna, con cuatro astronautas a bordo, un paso hacia el
planeta rojo que nos espera por si la Terra se convierte en un planeta inhóspito.
Orbital es un poema a la Tierra, a
sus continentes y océanos, a la noche y el día, a la vida que brotó de ella y
la transformó, a la humanidad, animales con una conciencia capaz de convertir el
poema en un canto de amor. “Se desvanece un continente y llega un nuevo velo de
viuda, diáfano, la noche estrellada”.
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