No nos acordamos de
nuestra adolescencia o muy vagamente, pero sí de la de nuestros hijos. Un
periodo de brumas y sucesos que no queremos recordar. Una edad difícil. A los
protagonistas se les exige deshacerse de las fantasías de la infancia e
integrarse en un mundo confeccionado por adultos. Por un mundo ambiguo de
ensoñación y realidad, de libertad y reglas, transita la adolescencia, entre el
nido familiar y la panda, entre el hogar seguro y protector y el cambiante de
la calle.
Adolescencia (Netflix) aborda el asunto en cuatro capítulos. Es una serie de
entretenimiento, no un manual de psicología. Para hacerla atractiva al
espectador, asocia adolescencia y crimen; presenta un caso particular, extremo,
aunque el contexto es reconocible, lo hace verosímil, y por eso nos llega.
Los creadores hacen de cada capítulo un reto, técnicamente complicado pues cada
uno es un plano secuencia; también narrativamente, pues el punto de vista
cambia en cada uno de los cuatro. El reto tiene sus ventajas y sus inconvenientes.
El espectador advertido puede estar más pendiente del movimiento de la cámara
que del suceso o, por el contrario, inadvertido, puede sumergirse en la
historia y aceptar los puntos de vista - subjetivos - de los personajes - los
porqués del crimen - como si fuese de los creadores, es decir, la tesis probada
y sancionada por la sociedad sobre el asunto. Los creadores - optimistas y
cautos - suponen inteligencia en el espectador.
En el primer capítulo el aparato del Estado - la policía- irrumpe con su devastadora
potencia en el hogar de una familia cualquiera: un padre trabajador, una buena
madre, chico y chica. El suelo se abre a sus pies; debajo de la vida rutinaria
y tranquila había una bomba con temporizador. Para muchas familias, eso puede
ser la adolescencia.
En el segundo, la cámara entra en el instituto, es decir, en el extraño país de
la adolescencia: chicos, chicas y educadores; habitaciones cerradas, redes
sociales y calles como selvas. "Todos los colegios apestan", dice la
voz en off de un policía. Quizá no haya ahora mismo oficio más ingrato que el
de educador. Si los adolescentes andan perdidos, otra cosa no puede decirse de
los educadores.
Por el movimiento, el cambio de escenarios, los muchos personajes, ambos
capítulos son los más difíciles, técnicamente hablando, para hacer un plano
secuencia. El plano subjetivo da una visión distorsionada de la complejidad de
la relación del estado con el individuo y de los centros educativos.
Sin embargo, funciona perfectamente en los dos últimos. En el tercero, la
cámara se encierra en una habitación con la psicóloga y el adolescente. El
espectador, en los ojos de la psicóloga, trata de comprender. Se acerca al
adolescente con un vaso de chocolate y gominolas, para acabar comprendiendo que
no es un niño sino un personaje extraño el que tiene delante. Extenuado - al
educador, a la psicóloga - se le escapa, no puede comprender.
El cuarto capítulo es el más duro y donde mejor funciona la cámara subjetiva.
La familia, el día después. ¿Cómo soslayar la mirada de los vecinos, el brazo
alargado con el índice apuntando? La cámara, con el padre, la madre y la hija,
se mete en la furgoneta, huyendo de casa, el escenario de los recuerdos. ¿Cómo
seguir adelante? ¿Cómo recuperar las rutinas?
Una serie notable.
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