Dos hilos van componiendo la textura de la segunda novela
(2024) de Xita Rubert, Los hechos de Key Biscayne. Del primero, el umbilical, va tratando la narradora de
desligarse. Hay frases que denotan la voluntad de alzar el vuelo como ave primeriza. Sitúa los meses en los cayos de Florida, adonde la llevó el padre desde Harvard, como el momento en que comenzó a ver el mundo desde lo alto, desprendida del imán paterno. Un padre respetado y agasajado en el mundo académico y político, pero
de una debilidad extrema cuando se trata de proteger y educar a sus hijos, como
si la pantalla académica le liberase de cualquier responsabilidad terrenal.
El otro hilo, relacionado con el primero, trata de la
construcción de la personalidad de la narradora. La narradora es adulta cuando
escribe, pero se pone en el lugar de la niña de 12 años para contar lo que
ocurrió en Key Biscayne. La bondad de la novela que ha de apreciar el lector,
como apreció el jurado que le dio el premio Herralde, transmite la confusión de
la niña ante lo que sucedió. La narradora se refiere a los hechos sin
describirlos, dando vueltas alrededor. El lector comprende que hay algo oscuro
en lo que ocurrió: niñas, fotografías, desnudos y hombres. (“Casi todos los
amigos de mi padre, para hablar claro, eran «de esos hombres”).
Hay momentos en que logra transmitirnos las nieblas de
una mente en formación y otros en los que la imprecisión se apodera de un relato
confuso.
“Incluso vuestro apellido he
alterado, no para que nadie os encuentre, sino para deshacerme yo misma, y en
vano, de imágenes contradictorias y sentimientos encontrados. Recordaré
–alteraré– siempre lo que sucedió”.
“Y aunque sea cierto que mi
padre tenía varios amigos pervertidos –sobre todo los académicos «humanistas» y
los médicos en misiones «humanitarias…”
“De pequeña, a menudo fui el
misil del conejo. Aparte de su hija, amiga, acompañante. Y, cuando cumplí los
dieciocho y él enfermó, su madre y su mujer. La reina coneja”.
" Solo así, en supremo
control de mí misma, pude cogerme a la barandilla, subir la escalera sin
tropezarme. El ruido de fondo silenciaba los tacones repicando contra cada
escalón, pero yo los oía como un estruendo doloroso, merecido. Llegué a la
cima, mareada o no, sola o acompañada, eso daba igual: daba igual porque nadie
miraría, o escucharía, no solo en aquellas circunstancias, sino aunque las
circunstancias hubiesen sido otras".
Mis días con los Kopp (2022) me parece la mejor
novela del ciclo. Hay una narradora
que recuerda, en el momento del final de la adolescencia (17 años), un suceso cuando ella y su padre fueron invitados por una pareja de 'sabios'
británicos a la entrega que se les hacía de uno de los premios Príncipe de
Asturias. La narradora, con menos brumas que en Los
hechos de Key Biscayne, aunque también recordados en la distancia por
una narradora adulta, pues se trata, ya no de una púber, sino de una
posadolescente, domina mejor la técnica narrativa y, aunque narra en primera
persona, deja de vez en cuando una señal en la que se dirige a Sonya, la esposa
británica y madre de un hijo con una enfermedad desequilibrante.
"Las palabras son
secundarias porque solo son útiles, no necesarias. Matizan lo que nace, pero no
dan a luz. A luz damos tú, y yo , y lo que nace es nuestro cada día , y aún no
lo puedo nombrar"
La buena narradora que se intuye detrás de estas dos novelas
tiene en esta varios centros de atención, el despertar de la adolescente a la
vida adulta, el padre sabio y no del todo capaz para la vida cotidiana ("Mi
padre , ya digo , era un poco cobarde: no deshilachaba la realidad cuando le
traería consecuencias indeseadas"), al que recuerda en el periodo
justo anterior a caer en la demencia, y el personaje hijo de los británicos,
Bertrand, un humano inquietante que no se sabe qué hacer con él: los padres
quieren hacer pasar su desequilibrio por una performance del artista
escultórico que, supuestamente, hay en él; para el padre de la narradora y para ella misma un
'objeto humano' de difícil clasificación y trato, únicamente
'tranquilizado' gracias al orfidal, medicamento que comparte, por cierto, con
el padre de la narradora.
Cuánto de verdad real hay en el relato es difícil de
establecer. Cabría pensar en un paralelismo entre Bertrand y el hermanastro de la su atora,
hijo de padre, que aparece dibujado en la novela de la madre de ella, una arriesgada
suposición en todo caso, pero verosímil. La autora construye con todo ello el
marco en el que su conciencia le dice que está dando el paso a la edad adulta,
la pérdida de un mundo con significados múltiples a otro donde la nitidez de
los sucesos y personalidades desencanta el mundo, lo hace previsible y menos
interesante.
Ambos libros reflejan una realidad transfigurada que responde al mismo movimiento, el autoconocimiento, de las sombras de la infancia al despertar adolescente - excitación y rechazo, amor y asco -, y de esta a la luz cegadora del adulto indefenso, de pronto solo ante la inabarcable complejidad del mundo.
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