miércoles, 5 de marzo de 2025

Los hechos de Key Biscayne y Mis días con los Kopp

 


 

Dos hilos van componiendo la textura de la segunda novela (2024) de Xita Rubert, Los hechos de Key Biscayne. Del primero, el umbilical, va tratando la narradora de desligarse. Hay frases que denotan la voluntad de alzar el vuelo como ave primeriza. Sitúa los meses en los cayos de Florida, adonde la llevó el padre desde Harvard, como el momento en que comenzó a ver el mundo desde lo alto, desprendida del imán paterno. Un padre respetado y agasajado en el mundo académico y político, pero de una debilidad extrema cuando se trata de proteger y educar a sus hijos, como si la pantalla académica le liberase de cualquier responsabilidad terrenal.

 

El otro hilo, relacionado con el primero, trata de la construcción de la personalidad de la narradora. La narradora es adulta cuando escribe, pero se pone en el lugar de la niña de 12 años para contar lo que ocurrió en Key Biscayne. La bondad de la novela que ha de apreciar el lector, como apreció el jurado que le dio el premio Herralde, transmite la confusión de la niña ante lo que sucedió. La narradora se refiere a los hechos sin describirlos, dando vueltas alrededor. El lector comprende que hay algo oscuro en lo que ocurrió: niñas, fotografías, desnudos y hombres. (“Casi todos los amigos de mi padre, para hablar claro, eran «de esos hombres”).

Hay momentos en que logra transmitirnos las nieblas de una mente en formación y otros en los que la imprecisión se apodera de un relato confuso.

 

“Incluso vuestro apellido he alterado, no para que nadie os encuentre, sino para deshacerme yo misma, y en vano, de imágenes contradictorias y sentimientos encontrados. Recordaré –alteraré– siempre lo que sucedió”.

“Y aunque sea cierto que mi padre tenía varios amigos pervertidos –sobre todo los académicos «humanistas» y los médicos en misiones «humanitarias…”

“De pequeña, a menudo fui el misil del conejo. Aparte de su hija, amiga, acompañante. Y, cuando cumplí los dieciocho y él enfermó, su madre y su mujer. La reina coneja”.

 



" Solo así, en supremo control de mí misma, pude cogerme a la barandilla, subir la escalera sin tropezarme. El ruido de fondo silenciaba los tacones repicando contra cada escalón, pero yo los oía como un estruendo doloroso, merecido. Llegué a la cima, mareada o no, sola o acompañada, eso daba igual: daba igual porque nadie miraría, o escucharía, no solo en aquellas circunstancias, sino aunque las circunstancias hubiesen sido otras".

 

 

Mis días con los Kopp (2022) me parece la mejor novela del ciclo. Hay una narradora que recuerda, en el momento del final de la adolescencia (17 años), un suceso cuando ella y su padre fueron invitados por una pareja de 'sabios' británicos a la entrega que se les hacía de uno de los premios Príncipe de Asturias. La narradora, con menos brumas que en Los hechos de Key Biscayne, aunque también recordados en la distancia por una narradora adulta, pues se trata, ya no de una púber, sino de una posadolescente, domina mejor la técnica narrativa y, aunque narra en primera persona, deja de vez en cuando una señal en la que se dirige a Sonya, la esposa británica y madre de un hijo con una enfermedad desequilibrante.

 

"Las palabras son secundarias porque solo son útiles, no necesarias. Matizan lo que nace, pero no dan a luz. A luz damos tú, y yo , y lo que nace es nuestro cada día , y aún no lo puedo nombrar"

 

La buena narradora que se intuye detrás de estas dos novelas tiene en esta varios centros de atención, el despertar de la adolescente a la vida adulta, el padre sabio y no del todo capaz para la vida cotidiana ("Mi padre , ya digo , era un poco cobarde: no deshilachaba la realidad cuando le traería consecuencias indeseadas"), al que recuerda en el periodo justo anterior a caer en la demencia, y el personaje hijo de los británicos, Bertrand, un humano inquietante que no se sabe qué hacer con él: los padres quieren hacer pasar su desequilibrio por una performance del artista escultórico que, supuestamente, hay en él; para el padre de la narradora y para ella misma un 'objeto humano' de difícil clasificación y trato, únicamente 'tranquilizado' gracias al orfidal, medicamento que comparte, por cierto, con el padre de la narradora.

 

Cuánto de verdad real hay en el relato es difícil de establecer. Cabría pensar en un paralelismo entre Bertrand y el hermanastro de la su atora, hijo de padre, que aparece dibujado en la novela de la madre de ella, una arriesgada suposición en todo caso, pero verosímil. La autora construye con todo ello el marco en el que su conciencia le dice que está dando el paso a la edad adulta, la pérdida de un mundo con significados múltiples a otro donde la nitidez de los sucesos y personalidades desencanta el mundo, lo hace previsible y menos interesante.

Ambos libros reflejan una realidad transfigurada que responde al mismo movimiento, el autoconocimiento, de las sombras de la infancia al despertar adolescente - excitación y rechazo, amor y asco -, y de esta a la luz cegadora del adulto indefenso, de pronto solo ante la inabarcable complejidad del mundo.


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