sábado, 8 de marzo de 2025

3. Mihinthale, Jaffna


Hay que subir una tirada de escaleras, buena parte descalzo, para llegar a lo alto del monte Mihinthale, donde en una de las grandes stupas se conserva una de las reliquias más queridas, la que guarda un cabello de Buda. En lo alto del monte, en una explanada, salen otros tres tramos de escaleras que van a dar tres cerros. En uno, un gran Buda en la forma del loto preside el santuario; en otro y por una escalera con peldaños muy gastados, de difícil subida, hay un bonito mirador sobre el valle adyacente: bosques y estanques en derredor. No parece que falte el agua en esta zona. En el tercero, está la stupa que guarda el cabello, como todas de un blanco cegador. 




Desde la explanada, el lugar impresiona, pero no tanto como si se subiese el día de luna llena el mes de junio, día que se conmemora la llegada del budismo a estas tierras en el siglo III ac., la fiesta más importante del budismo srilanqués.




Nada que ver con la primera vez que yo estuve aquí. Una multitud llenaba el lugar: celebración, rezos, cánticos y ofrendas. Ahora en esta mañana calida pero no en exceso, unos pocos nos repartimos el espacio, sin que nada nos transmita la emoción y religiosidad que yo sentí entonces. 




Alrededor de la montaña hay cuevas horadadas en la roca o que aprovechan un hueco entre ellas. Ahí vivieron los primeros monjes, 68, dice un cartel; ahora están tapiadas, puertas con cerrojo las hace inaccesibles. En otro espacio, otro cartel advierte que aquello era el comedor de las ofrendas, el lugar donde los peregrinos depositaban comida para que los monjes vinieron a recogerla. Hay canales de distribución de agua y fuentes, cada una señalada con la cabeza de un león o la boca de una cobra. No puede faltar en lugar tan señalado uno de los brotes del árbol sagrado.


***



Son las seis de la tarde. El sol comienza a declinar, dejando su traza en la laguna, más allá del baluarte de la ciudadela, desde donde oigo a mis espaldas el barullo de la ciudad, el sonido de motores y música electrónica. Cuando me giro tras el foso que construyeron los británicos sobre uno anterior holandés y estos sobre uno portugués, veo motos, alguna bici y, en un descampado, animales, cuervos sobre todos, buscando alimento en el raquítico césped, que han dejado libre los buses y los camiones aparcados.




En el interior del recinto, domina el graznido incansable de los cuervos , bajo la sombra de un gran ficus juguetean con un perro que no parece molesto. Por el adarve, un grupo numeroso de muchachas vestidas con sari de un rojo aterciopelado pasean risueñas. Son aprendices de maestras, me cuentan. La vida aquí y ahora palpita después de tantos años, casi décadas, de una guerra cruenta entre guerrilleros tamiles y soldados del ejército. Tantas vidas perdidas sin sentido para volver al comienzo.




Doy la vuelta al adarve de este enorme fuerte de más de 600 hectáreas en forma de estrella. Imagino la guerra reciente entre los guerrilleros tamiles y el ejército esrilanqués. Veo las huellas de los edificios en ruinas. Solo quedan en pie las viejas murallas. 


Frente a la plácida laguna, punteada rítmicamente por casetas plantadas en el agua como palafitos, los pescadores esperan a la noche para prender fuego y atrapar en sus redes a la gamba.




El sol se quiebra hasta hundirse en el horizonte dejando un velo naranja en la mansa superficie del agua. Por la carretera de al lado dos niños delante y detrás de su padre en una motocicleta hacen sonar sus silbatos para llenar de sonidos el aire antes de que se apaguen las voces, los graznidos y hasta el ruido de los motores y la tarde se suma en el silencio. Jaffna.


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