Cambiamos de paisaje de clima de religión de lengua. Entramos en tierras tamiles. Tierras de arroz, palmeras y templos hinduistas, y unos cuantos católicos. Las aguas del Indico penetran por el oeste y parten la isla en dos. El norte ha vivido con cierta autonomía cultural, no política. El incendio de la biblioteca de Jaffna causado por cingaleses cambió la vida de estas gentes hacia el sufrimiento: asaltos, inmigración, muertes. Durante 26 años, hasta el 2009, los Tigres Tamiles se enfrentaron al ejército srilanqués.
La región tiene a Jaffna por capital, islas coralinas frente a la India la coronan; una región plana, llena de palmerales y campos de cultivo y de vez en cuando acuartelamientos que nos indican que aquí hay un conflicto latente. Durante el periodo portugués tras la destrucción de templos hinduístas hubo una conversión al catolicismo, después llegaron los holandeses más tolerantes, los británicos, desde 1795, favorecieron a los tamiles. Luego la guerra, que sumió a la región en el caos y la pobreza. El ejército ha expropiado tierras a los campesinos, no solo para construir acuartelamientos, sino para su propio beneficio, incluido el turismo: hoteles, resorts, incluso los ferrys entre islas controlan.
De la época colonial, especialmente la holandesa queda un gran fuerte, una ciudadela, en el centro de la ciudad. En Jaffna el hinduismo tiene aquí el templo más grande del país, coronado por un alto gopuram.
Es viernes, el día festivo para los hindúes. Llegamos tarde, la ceremonia ya ha concluido en el Nallur Kandaswamy Kovil, el templo hindú más grande de Sri Lanka, en Jaffna, aunque sigue entrando gente: hombres con sarong y mujeres con esas túnicas tan coloridas que llevan en Oriente. Un hombre nos hace descalzar y dejar los zapatos muy lejos de la entrada. Hay que caminar un buen trecho sobre arena y piedrecillas para llegar al propio templo. Cerca hay un montón de cocos rotos, la ofrenda típica de esta zona. Ya en el escalón que da acceso al templo, otro hombre nos echa para atrás. No era suficiente desnudarse de cintura para arriba, tampoco el pantalón corto por debajo de la rodilla bastaba. Cada religión tiene sus ritos y maneras de difícil comprensión. Aquí hay que que dejar la barriga y los hombros al aire, pero cubiertas las partes pudendas hasta las rodillas.
Por fin, conseguimos un pareo. El amplio templo esta casi vacío; un grupo de mujeres cuida de un niño, un par de orantes recita, otros tocan instrumentos de viento y percusión: thavil y nadaswaram. Otro grupo hace fila en una capilla donde horas antes los fieles han ofrecido dinero por ver a Murugan, el dios de la guerra contra los demonios, hijo de Shiva y Parvati y hermano de Ganesha. Ahora, en su interior, no hay más que cenizas - debe ser lo que queda de los demonios vencidos - y oscuridad.
La reconstrucción del templo, varias veces destruido a lo largo de la historia, se hace evidente en las figuras del panteón hinduísta, en el deslucido dorado del gopuram de nueve pisos, en el remate de los templetes y rincones, dada por concluida tan tarde como en 2015.
Hemos comenzado la mañana recorriendo el centro de Jaffna, la torre del reloj, el Ayuntamiento en restauración, el llamado Old Park, convertido en parque infantil lleno de maquetas de animales, el edificio holandés de Kachcheri, un edificio notable, hoy en ruina como consecuencia del paso del tiempo sobre las ambiciones; un montón de motos lo utilizan como parking.
También la biblioteca donde la cultura tamil guardaba importantes documentos históricos, incluidos manuscritos en hojas de palma, destruida en 1981 por una turba dirigida por policías, lo que inició la guerra. Y el mercado, qué decir de un mercado oriental, todo lleno de baratijas y una multitud que, de un lado para otro, busca cómo hacer de este día uno más de subsistencia.
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