Cada época construye el mundo a su modo, en realidad, las élites para sustentar su poder remodelan el modelo de mundo de acuerdo con sus necesidades. Es útil comparar los westerns clásicos con las series actuales con el mismo fondo. En las películas de John Ford, Howard Hawks o Sergio Leone - pongamos Centauros del desierto - el oeste era un lienzo panorámico donde el hombre solitario, con pocos amigos, ponía a prueba su valor. Tenía pocos principios, pero bien asentados. El honor, que se confundía con la integridad, por encima de todo: como un Quijote en las llanuras de Arizona, la nueva Mancha, rescataba a mujeres y niños de los brazos de hombres retorcidos o malvados. La línea que separaba a buenos y malos era prístina. Las caravanas, las diligencias, las tribus de indios eran los nudos necesarios para hacer avanzar la trama donde el héroe iba forjando su carácter hasta completar las etapas de su destino. El elemento crucial sobre el que se construía el guion era el individuo, la individualidad era el principio organizador del modelo de mundo.
Pon ante tus ojos American Primeval (Érase una vez el Oeste,
2025), miniserie de seis capítulos, Netflix) y verás la diferencia. Las grandes
panorámicas donde el sol recortaba limpiamente la figura del héroe son
sustituidas por paisajes interiores donde las psicologías torturadas apenas se
distinguen del fondo. Los personajes perseguidos se mueven por crudos inviernos
azotados por la lluvia y la nieve, embarrados, heridos y extenuados. El mal
sigue siendo abstracto, pero representado por colectivos: la masculinidad
violenta, el colono destructor que avanza incontenible, la religión que
esclaviza las mentes.
No hay momentos de descanso en esta serie. El oeste que representa es un rococó
de la violencia con miedo al vacío. Violencia sin descanso, de principio a fin.
Colonos guiados por una fe que se descubre sedienta de poder que no repara en
medios; hombres borrachos de lujuria y codicia, y frente a ellos las mujeres,
violadas primero y degolladas después, y los indios tribales que defienden con
violencia justificada sus territorios. La sangre brota, los huesos estallan,
las vísceras revientan, hasta la propia naturaleza se muestra salvaje.
Pero ¿cómo hacer una película o una serie del Oeste sin héroes? Sí, a condición de que representen a un colectivo: la mujer acosada que toma el destino en sus manos, el indio que se cubre con una máscara y toma el arco y la flecha para no ceder un centímetro de su tierra. Y ¿qué sucede con el hombre, con el hombre blanco? En su mayoría, representa al agresor, y, entre todos, los más violentos los que enarbolan el estandarte de la fe, los violentísimos mormones - la acción sucede en Utah -, cubiertos con una especie de capuchón que recuerda al ku-kus-klan. También hay hombres blancos desquiciados por su entrega a la fe o traidores que se venden por dinero. Aunque hay uno que representa la buena causa: el que se pone del lado del indio y de la mujer. Su motivación es inverosímil, pues mientras los demás tienen una causa que les motiva, agrediendo o defendiéndose, este se mueve por un ideal, el ideal que motivaba al héroe del western clásico, que a lo largo de esta serie había quedado desacreditado. Si uno rasca en la urdimbre del modelo de mundo, aparecen sus incongruencias que fácilmente se transforman en creencias falsas.
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