- Compro leche y eso, así ya tenemos para mañana -le dice una mujer a alguien por el móvil.
Otra, tras un amplio escaparate acristalado en una silla blanca modelo Sharon Stone, gesticula con las manos y las piernas cruzadas.
Hace un sol espléndido impropio de mediados de noviembre. La mañana sabatina está vacía de ruido y movimiento.
En las containers un hombre y una mujer hurgan en los desperdicios. Ella con los dedos extendidos rompe una bolsa negra. En otro, el hombre con unas pinzas metálicas, telescópicas, extrae pequeños objetos que deposita en una bandeja. La mujer cuando me aproximo hace un gesto de asco.
Un hombre con rasgos medioasiáticos camina casi oculto el rostro por una capucha. Me gusta observar. Cada vez veo a más gente con la cabeza cubierta, cascos, gorra. Ya no solo son los móviles, la pantalla que se refleja en el rostro empalidecido, las extensiones auriculares, las gafas negras.
Es prontísimo, pero la estación en dirección Barcelona está a tope. Esperando como cada día, cada hora, que un tren se detenga. El ministro está ufano de su labor en la Valencia devastada, pero los cercanías siguen igual cada día.
Antes de partir una última imagen. Plaza dels Països catalans. Un lugar desangelado, de paso, como la propia vida. Maletas, taxis, patinetes. Luce un sol radiante. Una sirena de ambulancia. Destellos azules de un coche patrulla. El bus turístic de colores pastel. Hoy no veo los pasmarotes testigos de Jehová tras sus atriles. Quizá no he mirado bien. Un hombre en calcetines y camiseta roja con su casa a cuestas: un revoltijo de cosas dentro y fuera de un carrito de Carrefour. Me emboba este lugar, me cuesta abandonarlo. Ninguno mejor para tomar el pulso a la vida.
- Yo tengo un colega montañista, de estos que se levanta un día... - dice un hombretón barbudo a unos que le escuchan.
Qué puedo hacer con todo esto.
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