G. no era un hombre como los demás. Solo mantenía relaciones sexuales con niñas vírgenes o niños apenas púberes para narrarlo en sus libros. Como hacía conmigo apoderándose de mi juventud con fines sexuales y literarios. Gracias a mí, cada día saciaba una pasión prohibida por la ley, y no tardaría en enarbolar triunfalmente esta victoria en una nueva novela.
No, ese hombre no albergaba los mejores sentimientos. Ese hombre no era bueno. Era lo que aprendemos a temer desde niños: un ogro.
Vanessa Springora tenía 13 años cuando cayó enamorada de un hombre de 50. El hombre era un escritor famoso, triunfaba en las relaciones sociales, era ingenioso, con frases chispeantes. Hasta la madre de Springora coqueteaba con él. Durante el tiempo que duró su relación, Vanessa amaba su cuerpo musculoso, su piel fina, su presencia. En el relato no da muestras de haber sentido asco por ese hombre mayor que ella. Incluso cuando se enteró de que buscaba ‘culos frescos’ de niños en Manila (“Los niños de once o doce años que meto aquí en mi cama son una rara guidilla”) no sintió reparo para seguir teniendo sexo con él, aunque aparecieran las dudas.
El libro, El consentimiento, es un relato conciso breve, con las mínimas dosis de retórica. Springora no se esconde bajo la etiqueta de víctima. Describe lo mínimo para entender el contexto. Lo que leemos es su evolución de chica preadolescente, que le cuesta pero va comprendiendo, a mujer adulta que percibe cómo su vulnerabilidad ha sido aprovechada por el hombre para manipularla y llevarla a la cama y de los esfuerzos que ha de hacer para desengancharse de esa relación tan desigual.
" Por supuesto, es un artista que ha llegado a ser un maestro en la ejecución de la más mínima caricia. Prueba de ello son las cimas inigualables que nos hace alcanzar en el orgasmo".
El tiempo histórico y su circunstancia personal no colaboraron. El libro no muestra solo el carácter de una preadolescente, con una madre débil y un padre ausente, también describe con precisión y sin cargar las tintas el carácter del depredador. Springora no utiliza nombres propios, al contrario que la película, salvo alguno como el del filósofo rumano Emil Cioran, a quien acude en un momento dramático para ella, sin encontrar la ayuda que esperaba.
—V. —me interrumpe muy serio—, G. es un artista, un grandísimo escritor, algún día el mundo se dará cuenta. O quizá no, ¿quién sabe? Usted lo ama y debe aceptar su personalidad. G. nunca cambiará. Es un inmenso honor que la haya elegido. Su papel es acompañarlo en el camino de la creación, y también doblegarse a sus caprichos. Sé que él la adora. Pero a menudo las mujeres no entienden lo que necesita un artista. ¿Sabe que la esposa de Tolstói se pasaba el día mecanografiando lo que su marido escribía a mano y corrigiendo incansablemente el más mínimo error con absoluta abnegación? El amor que la mujer de un artista debe dar a su amado tiene que ser sacrificado y oblativo.
Ella, Vanessa Springora, es V. y G. el depredador, Gabriel Matzneff. Este escritor, tan famoso y tan admirado que hasta el presidente Miterrand le escribe cartas, usa su cuerpo pero también le absorbe el alma, pues la utiliza como personaje en sus ficciones y como persona real en sus diarios que va publicando cada año. Incluso sin permiso, hace públicas sus fotos y sus cartas en una página web.
Springora tardó en escribir y publicar el libro. Tuvo que amainar en Francia la admiración acrítica, la adoración hacia sus escritores. Cuando lo ha hecho ha provocado un terremoto.
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