sábado, 12 de octubre de 2024

Maramureș, en busca de lo exotico

 


Entramos en Maramures, cambia el paisaje, cambia el clima, cambian las costumbres. Del cielo encapotado cae una fina lluvia que oscurece el horizonte. Los pueblos se extienden en un continuo a lo largo de la carretera por un valle con montes boscosos a ambos lados. Entre almiares y fardos de heno lo recorremos a lo largo el río Tisza que sirve de frontera con Ucrania. En las faldas de los montes del otro lado alcanzamos a ver, cuando el horizonte se despeja, las poblaciones ucranianas, sus iglesias, las cúpulas de cebolla. 


Pensar en Maramures es pensar en un lugar remoto de frontera, donde buscar lo poco que de exótico queda en Europa. Pueblos e iglesias de madera, estilo de vida tradicional, coloridos ropajes que hacen de Maramureş un museo viviente.




Maramureș no es solo el Cementerio alegre se Sapanta, la forma tradicional de vida todavía se palpa, aunque solo muy tarde se han dado cuenta de que mantener las casas de madera era un atractivo turístico de primer orden. En la mayor parte de los pueblos que recorremos esas casas están siendo sustituidas por otras de ladrillo o de cemento, pintadas de ocre o de blanco. En la transición entre las antiguas de madera y las nuevas, construidas al gusto europeo occidental por emigrantes retornados, están las de tejado de uralita. Incluso las viejas altas y oscuras iglesias ortodoxas de madera están siendo sustituidas por otras de hormigón. 




Las iglesias de madera se alzaron desde el siglo XVI al XVIII, en el lugar de otras más antiguas, como respuesta a la prohibición de los habsburgo de no erigir iglesias ortodoxas de piedra. 


En el oscuro interior están pintadas con escenas bíblicas con un estilo ingenuo y limitada técnica. Es lo que hemos visto al final de la jornada en la iglesia de Florín Roska, con otras ocho iglesias de madera de Maramures declarada Patrimonio de la Humanidad. Elevada en honor de los arcángeles Gabriel y Miguel fue trasladada aquí desde un pueblo de montaña, después de que los tártaros destruyesen la iglesia local.




Una parte de las iglesias de montañas se perdieron por el fuego. Aun así se conservan 42. Gracias a ellas y a viejos carpinteros se ha podido responder al fervor religioso poscomunista. Tal es el caso del complejo monástico de Bârsana. En 1993 llegó una monja con una novicia a la colina de Jbâr para restablecer un monasterio abandonado. La inauguración oficial del nuevo, con el patriarca, se hizo en 2004. Sigue construyéndose.


El complejo es enorme y para ello se ha talado un bosque, creando un bello remanso de paz. Aquí, bajo la mansa lluvia, el césped tan bien cuidado, los edificios de madera relucientes, dan tentaciones de cambiar de género y meterse a monja.




En Maramureș todavía se ponen cazuelas colgadas a la puerta de las casas para indicar que hay mujeres solteras. Aún me recuerdo, en 2004, un domingo por la mañana, saliendo del cementerio alegre, viendo una larga fila de chicas vestidas con trajes regionales y a los chicos paseando delante, mirándolas y evaluándolas como posibles novias. Son igualmente significativos, por lo que cuentan, los banquetes fúnebres. Se invita a todo el pueblo, hasta 250 personas, con un primer plato, segundo y postre. Un banquete que se repite a los 6 meses y al año. No hacerlo es una ofensa al pueblo.




El Cementerio alegre (Cimentir vesel) de Sapanta es la atracción más exótica de Maramureș. Un pintor local comenzó a decorar las lápidas y cruces de los difuntos en 1935. La iniciativa no ha parado desde entonces y ha continuado en el decorado de la Iglesia contigua. El pueblo no solo tiene a gala tener el cementerio más original del mundo, también cuenta con la torre de Iglesia más alta de Europa, 78 m, la Sapanta Peri, un monasterio dedicado al Arcángel San Miguel, construido en la primera década del milenio.




Acabamos la jornada visitando un batán en funcionamiento y un alambique donde se destila aguardiente de manzana, antes de llegar al hotel de Bistrița para descansar.

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