Fue la fe quien pintó de iconos las iglesias,
ella quien a mi alma llenó de cuentos mágicos,
pero la tempestad y el vaivén de la vida
apenas me dejaron huellas tristes y sombras.
(Melancolía, Mijail Eminescu)
La lluvia se deshace a medida que nos alejamos de Bistrita. El verde de Maramureș se abre hacia los Cárpatos y va cambiando hacia el amarillo y el ocre de las hayas y arces otoñales a medida que nos acercamos a la Bucovina, justo debajo de las cumbres cubiertas de nubes. En la primera cumbre topamos con el hotel donde Bram Stoker le hizo dar los primeros pasos a su personaje, Drácula. El relente nos impide fisgonear por las puertas y ventanas cerradas.
Ya en la Bucovina, ante nuestros ojos, se abre un paisaje más conocido, el alpino de verdes laderas, bosques de hayas, pinos y abetos, combinando el verde y el amarillo, ya sin las nubes bajas, sin el misterio de Transilvania. Bajamos siguiendo el curso del Putna, con casitas de madera y tejados a doble vertiente, muy inclinados, bosques limpios, verticales. Se ven casas e iglesias recientes, con torres blancas y adornos coloridos. La riqueza reciente se hace notar.
Vamos en busca de las iglesias pintadas de los monasterios moldavos que han dado fama universal a esta zona. Un conjunto de ellos forman parte del Patrimonio de la UNESCO. Entre ellos Humor, Voronet, Moldoviţa, Pătrăuţi y Sucevita.
En esta tierra de frontera entre otomanos y cristianos se construyeron, durante los siglos XV y principios del XVI, recintos monacales fortificados, en lugares donde la naturaleza era feraz: bosques, ríos, suaves colinas verdes. Los nobles que los mandaban construir, además de la defensa contra el enemigo, buscaban un lugar donde reposar a la espera de una eternidad beatífica.
Lo que más llama la atención es la pintura que cubre por completo, excepto las partes deterioradas por la intemperie, tanto las paredes externas como las interiores. Salvo en Sucevita, el arte de canteros y pintores permanece en el anonimato. Es pues un arte que surge de la artesanía popular. La Biblia pintada era el mejor modo de acercar al pueblo analfabeto las verdades de la fe. La iconografía es parecida en todos los monasterios, en un estilo que combina la herencia bizantina con la novedad del Renacimiento.
El fresco más importante suele ser el del Juicio final: El cielo a un lado se colorea de blanco y, al otro, una lengua de fuego rojo viaja hacia el infierno arrastrando a los condenados. Siempre hay un espacio para la Virgen en el tímpano de las puertas, mientras el Pantocrátor se sitúa en lo más alto de la cúpula, atento a mantener el orden del mundo. En Moldovita los frescos cuentan ademas la historia de la vida de Jesús y el asedio de Constantinopla. En Sucevita, la vida de Moisés y la genealogía de Jesús.
Es difícil de entender cómo se han podido preservar las pinturas por encima de los estragos del tiempo, la lluvia, el viento o las heladas, y del abandono durante siglos, cuando los monasterios tuvieron que echar el cierre por motivos políticos, de guerra o invasión.
Los pintores echaron mano de todo lo que tenían a su alcance para consolidar la pintura al fresco sobre la cal. En cada uno de los monasterios destaca un color relacionado con el tipo de material disponible en la zona. En Sucevita el rojo dominante se debe al óxido de plomo y el verde al carbonato de cobre. En Moldovita, el amarillo por el ocre de las arcillas.
Construidos entre 1487 y 1583, abandonados tras ser cerrados por los Habsburgo a finales del siglo XVIII, monjes y monjas regresaron dándoles nueva vida. Las pinturas en los últimos años se han sometido a un proceso de restauración, pero no han dido repintadas.
Todavía se conservan en Rumanía oficios artesanos, como este alfarero que trabaja en el taller familiar de Sucevita.
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