Abro la ventana. El carro brilla en el cielo limpio. Hecho el último vistazo a los trastos que he de llevarme, camisetas que quito, otras que pongo. El termómetro marca 3 grados pero no lo siento. Llegando a la estación va bajando la niebla. Desdibuja la geometría, solo los jirones de luz de los focos. Pugnan por tomar forma los desechos de los días pasados. De un manotazo los devuelvo al cubo de basura. Rescato a B, que no se me vaya.
Pasa por mi mente la palabra expectativas. No las tengo. Espero que pase algo que excite mi sensibilidad. Siempre sucede algo cuando hay personas actuando con paisaje de fondo.
Ya en el cercanías que me lleva a la terminal, enfrente se acaba de sentar una mujer con el cabello pajizo, con media melena. Me sobresalto. Parece Carmen. Miro debajo del pelo, su rostro, como una gota de agua. No puede ser y menos hoy que ningún otro día. A Carmen la conocí en Bucarest, en 2004, que es adonde ahora voy. La miro, con disimulo, no levanta la vista del móvil. Miro el detalle de su rostro, se parece mucho, pero evidentemente no es Carmen. No lo puede ser, porque Carmen está muerta. Se lo comento a un amigo por WhatsApp, a quien también conocí en ese viaje. La recuerda lloroso, sentimental.
En Rumanía, un bus nos lleva a los Cárpatos, a un lugar cuyo nombre no me dice nada. Es de noche. Se circula aceptablemente. Ya no hay los carros de heno que entonces entorpecían la circulación. Este país parece otro.
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