Tiempo es lo que se nos da; el tiempo es el límite del goce. Al nacer echamos a correr sin saber con exactitud dónde estará la meta. Nadie nos lo dice, pero en el cogote lo oímos con claridad: ¡Corre, no te detengas, porque estás emplazado! Desconocemos la cantidad de granos que quedan por pasar en nuestro reloj de arena. El tiempo es lo que se te da, disfrútalo antes de que la cuchilla caiga sobre tu cuello. Así en la vida social organizada.
Hasta que le fallaban las fuerzas, hasta que dejaba de infundir temor. Ese era el tiempo impreciso que gobernaba a los hombres antes de que apareciesen reglas. Aún hoy a un ruso atemorizado solo le queda la expresión 'mal rayo le parta', y a un venezolano, 'pisa un plátano y rómpete la crisma'. Putin y Maduro han echado las reglas, escritas antes de que ellos llegarán, el uno al agua, el otro al fuego, para que la tinta se corra y desdibuje o crepite y se extinga. Otros con el tiempo vencido intentaron prolongarse: Trump y Bolsonaro lo intentaron pero las estructuras regladas aguantaron el forcejeo.
El tiempo que nos condena a cada uno es lo único que nos salva de tiranos y corruptos. Aunque solo allí donde las estructuras aguantan, eso que llamamos democracia: allí donde aún no amanece el tiempo de la tiranía. La última frontera de la democracia es el tiempo: el plazo de las nuevas elecciones obligadas, cuatro años normalmente.
Un hombre solo necesita a muchos para imponer la corrupción. La corrupción es una peste que va infectando círculos sucesivos. A unos infecta el virus de la codicia, a otros el miedo a verse perjudicados. En la última capa, la más extensa, el simpe miedo. La codicia se organiza en forma de partidos. Cuando alcanzan el poder, desalojados los okupas, actúan con la convicción de que el territorio, el país, les pertenece por derecho. Como es suyo, lo pintan a su gusto: modifican las reglas para que los anteriores no vuelvan a okuparlo. Ambos, azules o rojos, también los blancos, actúan del mismo modo, con el mismo sentido de propiedad. Por eso cambiarán las reglas cada vez que esté en su mano. Hasta ahora lo hacían con disimulo, ahora a las bravas. Las reglas y los jueces que las aplican. La reglas entintadas se diluyen en el agua; en cuanto a los jueces, como en el resto de la población, hay muchos dispuestos a dejarse corromper.
Un corrupto puede corromper durante cuatro años y otros cuatro si los electores están ciegos o esperan obtener una parte de los beneficios de la corrupción. Después de ese periodo el corruptor ha de dejar paso a otro que probablemente, con disimulo o sin él, hará lo mismo. Eso solo mientras las cuadernas aguanten, las cuadernas de la democracia reglada, mientras el tirano no haya podido romper el reloj de arena.
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