Nada es perdurable, nada permanece durante mucho tiempo. Tras la gran derrota del gran símbolo de la ciudad - fútbol-, la ciudad amanece silenciosa y triste. El Lázaro Galdiano podría ser un museo notable en una capital de provincia, pero aquí es uno de tantos. Hay pinturas y objetos interesantes pero ninguno deslumbra. El edificio que lo alberga, un palacio burgués, refleja el ascenso de un hombre que venía de abajo y triunfó; responde al programa de uno que se hace a sí mismo -rico y culto- y busca la recompensa del triunfo social. El resultado es una suma de cosas, un casoplón con los techos pintados a lo Tiépolo, decorado con objetos valiosos por todos los rincones, sin espacios en blanco para la reflexión, para medirse a sí mismo, un lugar donde, constatada la capacidad adquisitiva, pueda pensarse qué quedó en el alma de aquel hombre tras el acúmulo.
Uno va al Lázaro Galdiano para ver una curiosidad sociológica o psicológica, a diferencia de El Prado donde uno va en busca de la felicidad: el placer de los sentidos, el reconocimiento de la creatividad, la genealogía de la propia percepción y del saber, un continente que se descubre cada vez que se visita.
Hay dos torres en el mismo barrio que sobresalen por encima del resto de los edificios. Al acercarse uno ve que son las de una iglesia, la iglesia del Pilar. Por dentro es espaciosa, luminosa, con una luz que parece artificial. Es el momento del sermón. El cura se dirige al individuo particular que yace bajo las capas con las que cada uno se ha ido cubriendo. No les reprocha, les reafirma en su condición. La Iglesia está llena, en silencio. Hay gente de todas las edades, de pie a los costados y junto a la puerta de entrada. B. habla de ejército militante. Esa es la impresión, una fuerza diestra y lista para el combate. A mí me asalta la sorpresa de que ideas sin sustento material pueden movilizar a tanta gente. Fuerzas a uno y otro lado que viven sus convicciones en ausencia del otro, no dando credibilidad a que el otro pueda existir, como dos planetas distantes.
La noche anterior Calderón y su gran teatro había comparecido de nuevo en las tablas de la Comedia. Un Calderón sin peso, evanescente. Personajes y escenas reducidas al mínimo o al menos así me pareció. Una versión atrapada entre la idea de Calderón y las deudas con el presente, sin vuelo por tanto para que el público que la ve pueda saltar sobre sus determinaciones. No expande el significado que le dio Calderón, las vidas como personajes que han de representar un papel en el teatro del mundo. Las convenciones que se añaden del presente son un autor andrógino, pero de presencia masculina, y unos personajes masculinos representados por mujeres. Tenían una idea actual que representar, la del cosmos como simulación, la vida dirigida, ordenada, planificada hacía un destino irreversible: personajes de un programa informático que decide cada uno de sus pasos. Una ocasión perdida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario