Me pregunto por la sensibilidad contemporánea, por aquella parte del mundo que ha sido educada en los valores de la ilustración. Los filósofos griegos como Platón o Aristóteles no llegaron a comprender en toda su crudeza el escándalo de la esclavitud, tampoco los padres de la Constitución liberal americana. Atribuían derechos a la generalidad de los hombres, pero no asaltaba su conciencia, o al menos no lo dejaron rectamente por escrito, el hecho de la condición separada de unos hombres con respecto a otros. Ellos mismos tenían esclavos en sus plantaciones.
Por qué ahora el naufragio de los cayucos -al menos 60 cadáveres- cerca de islas europeas no llena las calles de ira, más allá de algunos golpes de pecho inefectivos, exigiendo un plan. Por qué los saharauis son abandonados a su suerte. Por qué no produjo sobresalto la matanza en la valla de Melilla: al menos 37 personas muertas y unas 76 heridas. Por qué sigue impune.
Me pregunto si la niebla ideológica en que la población está sumida, no enturbia el discernimiento. Como si un mensajero bíblico distinguiese con su espada de fuego a Miguel Arcángel de Lucifer. Estos son de los míos, estos no, y todo combate estuviese teñido de blancura u oscuridad. Si los míos hacen cosas indignas o no hacen nada no importa porque detrás de su actuación hay un plan que no es necesario que yo comprenda.
Como si la mente de cada uno no fuese clara y libre, sino sujeta a determinaciones que uno ha ido asumiendo. Sucede como con la muerte que uno sabe que está ahí, pero no quiere aceptarlo. Como Leila Guerriero en un reciente artículo, hagámonos esta pregunta: ¿Somos responsables de lo que no queremos ver?
Diógenes, con su candil, buscaba a un hombre honesto. Pirrón, el escéptico, afirmaba:
"Lo importante no es aceptar algún tipo de filosofía, sino vivir sin creencias, lo cual llevará razonablemente a la felicidad".
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