sábado, 7 de septiembre de 2024

Presunto inocente. Serie

 


En Presunto inocente los guionistas conocen una verdad que va más allá del criminal y la víctima. La serie, basada en una novela de Scott Turow que ya había sido llevada a la pantalla grande por Alan J. Pakula, con Harrison Ford de prota, tiene ocho capítulos, de ellos siete y medio los dedican al pastoreo de las mentes cansadas frente al televisor: en la oficina del fiscal de Illinois, en Chicago, hay rencillas y facciones políticas, juegos de rivalidad y seducción, la rivalidades que mueven a los hombres en plenitud, y hay un crimen. Una fiscal es asesinada tras una noche de sexo. Uno de sus compañeros se convierte en el principal sospechoso. Otro en el fiscal que llevará el caso. Casi todos los capítulos sobran: hemos visto mil veces, las pruebas, la sala de disección, los jueces severos, los interrogatorios llenos de trucos y aparentes sorpresas. La narración nos va arrastrando hasta la mitad del último capítulo.


Entonces aparece la verdad que los guionistas conocen. El problema es que solo la bosquejan. Necesitarían una temporada más, quizá una serie nueva, para mostrar la tortuosa mente que cada uno de nosotros alberga. Hay una familia de cuatro miembros: el padre, fiscal dominado por una pasión extramatrimonial, para quien la familia es un obstáculo a la que sin embargo dice deberse; la esposa devota, a quién no se conoce otra pulsión que la de esposa y madre entregada, que pugna sin mucha convicción por alcanzar cierta autonomía; y dos hijos: el más pequeño, desconcertado, y la mayor, apegada a una familia que ve que se deshace. La familia, el núcleo que hace que la sociedad funcione, construida, sin embargo, con parecidos remiendos a como la evolución ha construido el cuerpo humano.


Solo en esa pírrica mitad del último episodio está la verdad que los guionistas conocen. También saben otra cosa, que los espectadores llegan cansados a la última hora del día cuando encienden el televisor para ver un episodio. Quieren emociones sencillas: que el bien triunfe sobre el mal, no hacer sobresfuerzos para distinguirlos. Que las reglas del vivir sean concisas y claras. Que lo turbio si no puede ser deslindado permanezca en las sombras. Por eso los guionistas le dan siete episodios y medio de tranquilidad y medio de inquietud. Así vamos tirando.


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Casi todos los productos televisivos son puro entretenimiento, un descanso para la mente. Casi todos se construyen desde lo convencional. Captan en el aire lo que se va consolidando, los modos de pensar y las prácticas que se vuelven aceptables. Hay un tortuoso camino que va desde la heterodoxia en el pensar de los posmodernos franceses de los 80 a los guionistas de los grandes estudios, que mediante sus historias hacen que el ápice de verdad que había en aquellos se convierta en una verdad general que choca con lo establecido. Un chispazo de Foucault inunda de luz mentes excluidas, fija leyes rompedoras y cirujanos se ponen a transformar cuerpos. Por el camino algunos alcanzarán una libertad no soñada y otros caerán mortalmente heridos por un espejismo. Jueces y cirujanos con instrumentos heredados se pondrán a trabajar en un difícil equilibrio entre lo antiguo y lo moderno, abriéndose paso en el amanecer de un nuevo mundo.



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