En
el clímax de esta novela, cuando Giorgio Vasari ve la sombra de la
muerte caer sobre sí, su mente traza el mapa del lugar en que se
halla. Gracias a la perspectiva ve el punto en el que todas las
líneas confluyen, que es el punto en el que la flecha de su ballesta
ha de incidir para salvar la vida. Lo hace rápido antes de que la
mecha del arcabuz de su enemigo se consuma. La bala sale desviada y
el hombretón que lo maneja cae desplomado. Más tarde, en otra
carta, Miguel Ángel Buonarroti confiesa el gran descubrimiento
geométrico de la perspectiva. Y aún más tarde, en un postrer
capítulo, el antagonista Piero Strozzi salvará la suya gracias al
artificio con que se construyó la catedral de Florencia.
Dos
generaciones más han pasado desde que Brunelleschi en la cúpula de
Santa María dei Fiori y Massaccio en los frescos de la capilla
Branccacci pusiesen en práctica el descubrimiento teórico de
Alberti. Sin ellos no habría existido la almendra del arte, el punto
en que los hombres por segunda vez, tras Prometeo, arrebataron la
gracia divina, según confiesa el propio Miguel Ángel, para, a
través de la representación, volcar en los lienzos una copia exacta
de la realidad. No solo eso, sino que fue el paso necesario para que
Rafael, Leonardo y él mismo alcanzaran la divina trinidad del arte.
Dueños del arte de la perspectiva, en ese momento único de la
historia que se dio en la Florencia del cinquecento, las
figuras se desprendieron de la malla de la geometría y se alejaron
hacia el infinito, volátiles, vaporosas, más celestes que
terrenales. Miguel Ángel en la cúpula de San Pedro y en la Capilla
Sixtina llegó más alto y más profundo que nadie. Sus imitadores
alargaron las figuras y crearon colores no vistos en la época de la
tercera generación, la de los manieristas como Parmigianino,
Bronzino o Pontormo.
Alentados por el espíritu de la
Contrarreforma, el Papa y los príncipes italianos de la época
creyeron que habían ido demasiado lejos, aunque Miguel Ángel
asegura que, a pesar de sus alardes, nadie había olvidado las leyes
de la perspectiva. El Papa encargó la tarea de cubrir las partes
pudendas de las figuras miguelangelescas a Daniele Volterra, a quién
por ello se llamó Il Braghettone, y los príncipes hicieron
amagos de destruir las pinturas que se saliesen de la norma.
Ese es el espíritu que capta Laurent Binet en la novela Perspectivas. El eje se centra en la muerte de Pontormo, Jacopo Carucci (1494-1557), conocido como Portormo. Atormentado por la idea de no haber complacido a sus príncipes, Cosme I de Medici y Leonor de Toledo, quiere destruir su gran obra, los frescos del Diluvio en el coro de San Lorenzo de Florencia, comparables a la Capilla Sixtina. Pillado en su locura destructiva alguien se lo impide causándole la muerte. A Giorgio Vasari, a modo de detective, se le encarga la tarea de hacer luz sobre la muerte de Pontormo y de recuperar una pintura en la que la hija de Cosme I, María, es pintada como una Venus erótica entregada a Cupido. Catalina de Medici, reina de Francia y su valido Piero Strozzi, el retorcido Benvenuto Cellini, Bronzino y otros muchos tienen su papel en la comedia.
Laurent Binet no se conforma con dibujar el
escenario y las líneas del drama, lo sitúa en el contexto
geopolítico de la época, Francia y el Papa contra el duque de Alba,
asentado en Nápoles, las luchas sociales de artesanos y comerciantes
contra el poder de los príncipes, incluso da pinceladas de la vida
amorosa de una joven medicea enamorada de un paje, a caballo entre el
libertinaje y el matrimonio por contrato.
Un montón de personajes se cruzan cartas, en esta novela epistolar, por las que nos vamos enterando del desarrollo de la trama. La novela es entretenida, una especie de bestseller de calidad, que nos recuerda el arte y la historia de la Italia renacentista. En el siglo XVIII, ya con otros personajes, las pinturas del Diluvio en el coro de San Lorenzo fueron destruidas, por lo que solo a partir de los bocetos preparatorios podemos hacernos una idea de si eran comparables a las de la Capilla Sixtina.
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