jueves, 8 de agosto de 2024

La simulación en que vivimos

 



Ayer volví a una librería. Hacía tiempo que no lo hacía. Ahora la mayor parte de mis lecturas son digitales, pero de vez en cuando voy a las librerías porque hay libros que escapan del radar de críticos y comentaristas. En las ringleras de los expositores todo eran novelas. En las estanterías había un lugar para la psicología, la autoayuda, la sociología, la poesía y hasta la filosofía. Busqué un rato largo hasta dar con un rincón apartado donde en un estante aparecían los ensayos científicos. Ahí encontré los dos únicos que me llamaron la atención, dos que no estaban en el radar. Qué lee la gente.


Me sucede lo mismo cuando miro los expositores de las cadenas de streaming: animación, romanticismo, sagas de fantasía, héroes del cómic y algunas viejas películas que vuelven. Muchas noches, no encuentro nada interesante que ver y acabo viendo algo que dejo a los 10 minutos. Cómo se entretiene la gente.


Solo he visto los 20 últimos minutos de un partido de fútbol que enfrentaba a Marruecos con España en las presentes Olimpiadas de París. Estos juegos son como un caldo en el que cabe todo. Cualquier cosa se considera deporte. Echo de menos los juegos de cuando el oro olímpico se lo colgaban los atletas y una Olimpiada era una pista de atletismo.


Algunos, no sé si son físicos o embaucadores, sostienen la fantasía de que vivimos en una simulación. El universo entero sería un juego con el que alguien se entretiene en un gran ordenador. Llevamos mal la muerte de Dios y por distintos medios queremos resucitarlo.


Quizá no vivamos en una simulación pero no hacemos nada por desmentirlo. ¿Quién diría que en Ucrania se han destruido ciudades enteras y que miles de sus habitantes reales, de carne y hueso, han muerto y han sido enterrados? El videojuego montado en Siria ha quedado obsoleto. ¿Quién puede asegurarnos que las imágenes del 7 de octubre, cuando los bárbaros entraron en los kibbutz del sur de Israel, son reales?, ¿quién, que los cadáveres por el suelo, alrededor de la sala de un hospital, mientras médicos sin fronteras mostraban la carnicería provocada por un misil, no eran de atrezo? Hay videojuegos fallidos, incapaces de provocar emoción e interés, en Yemen, en Darfur, en Mali.


¿Y qué decir de ese juego que los occidentales llamamos democracia? Los indios la remedan, pero a los chinos no les hace falta. La mayor parte del mundo vive en otro juego, en otro tipo de fantasía. Durante un tiempo parecía que todo el mundo quería ese juguete. Los países convalecientes, tras la segunda guerra mundial, la abrazaron con entusiasmo: Alemania, Japón; los países africanos cuando se independizaron, los rusos en la época de Yeltsin. Ahora, en la mayor parte del mundo, es un juguete roto.


Incluso en Occidente. Algunos siguen jugando a la democracia pero con la intención de desembarazarse de ella cuanto antes: AMLO dijo que era un estorbo, también Trump y Bolsonaro, ahora, a las bravas, Maduro en Venezuela. El juego de la democracia ha quedado en manos de jugadores exóticos, weird los llaman. Incluso allí donde nació la democracia, en Europa, aparecen los jugadores más extravagantes: Farage, Puigdemont, Zapatero. Al menos habría que cambiarle el nombre al juego porque nada tiene que ver con la etimología de su nombre.



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