sábado, 31 de agosto de 2024

Del Olimpo al albañal

 



Hace falta salir fuera de casa, recorrer los lugares poco o nada turísticos, dejarse llevar, observar por sí mismo, mirar como si lo que se ve es la primera vez que uno lo ve. Si uno recorre los barrios de Barcelona, lejos del centro, o las ciudades y pueblos del área metropolitana, uno se llevará más de una sorpresa. Ve a los parques, donde pasean mayores con pequeños. Entra en los bares, en los restaurantes populares. Mira y escucha. Te sorprenderá la variedad en todos los sentidos de colores y lenguas, familias convencionales o de un solo progenitor o adoptivo, con niños o con perros; un mundo en miniatura, tranquilo como el agua de un estanque, una tranquilidad quizá engañosa si se hace caso a las crónicas de sucesos: carteristas y hombres con cuchillo que atacan a turistas. Al menos, un viernes por la mañana, a plena luz del día, nada se ve de eso. Nada al menos en el hermoso Parque del laberinto y aledaños, nada en el restaurante franquicia en el que entramos más tarde, en Horta.


El local tiene dos pisos pero pocas mesas. Casi todos son jóvenes. Bromean con ese tipo de humor juvenil donde uno no sabe si es pura broma o escarnio. Como quienes preparan la comida, se adivina que ellos o sus padres no nacieron aquí, pero todos usan el mismo idioma para entenderse, un español callejero. En la mesa de enfrente donde nos sentamos, un cuarentañero come con sus hijos, una adolescente y dos pequeños. El hombre les habla en un idioma que no consigo adivinar, probablemente asiático. La adolescente habla con él en ese idioma, pero los niños pequeños le hablan en español. En eso parecen haber adquirido una costumbre de esta tierra, hablar al menos dos idiomas en la misma mesa. La niña pequeña lleva una camiseta no oficial de la selección española. Los demás visten informalmente veraniegos. No adivino trazas de religión.


En una mesa un poco más alejada, una adulta de origen sudamericano, supongo, contempla en un silencio melancólico a una niña enfrascada en un móvil. Esperan a que llegue otra mujer, subiendo con una bandeja cargada, y otra niña. Cuando hablan manejan el mismo idioma. En otra mesa dos niños crecidos, aún no adolescentes, tienen sobre la mesa paquetes de patatas fritas y botellas de agua. En algún momento se enzarzan con los cuatro jóvenes de la mesa de al lado: primero vuelan patatas entre mesa y mesa, luego palabras no demasiado gruesas hacen el mismo recorrido sin que la pelea vaya más. A mi espalda oigo hablar quedamente a una pareja en catalán, luego veré que son padre e hija.



Cuál es el color verdadero de un barcelonés en el 2024, cuál su lengua auténtica. ¿Han de tener normas precisas de comportamiento? ¿Se han de conducir de una determinada manera? ¿ Sus gustos, sus aficiones? Más tarde, acogiéndome a un tópico de determinado lenguaje, me pregunto si su vida, la vida de toda esta gente, es política. Hay dos versiones: ¿Alguien de los que están en la cosa política se ocupa de ellos, de sus necesidades, de sus problemas, de su futuro? No me refiero a lo que sueltan en los mítines, ni menos a quienes se dicen partidos del pueblo. La otra versión se pregunta si ellos pueden participar en política, no si pueden votar sino si pueden ascender a la gestión de los asuntos comunes, si saben que pueden hacerlo? No me refiero a la rosa azul que los partidos suelen poner en la lista electoral. ¿Pueden sentir como propio el país que habitan, opinar, manifestarse, exponer sus necesidades e ideas propias?


Si uno ve a los políticos profesionales, si oye lo que dicen, los asuntos de los que dicen ocuparse, sus propios rostros, los medios, las teles donde aparecen, es imposible que uno no vea el foso que separa ambos mundos. El Olimpo y el albañal. En el medio hay una más o menos amplia clase media feliz de haberse conocido: la que transmite los valores del Olimpo, la que seduce o amenaza a los excluidos, la que acepta el chantaje como medio para mantener un cierto nivel de vida: Maestros enfermeras funcionarios policías periodistas monitores asistentes sociales. Les fabrica trajes con determinada forma y color, les provee de un código de señales, les recrimina conductas inapropiadas, con tales convenciones que les imposibilita que puedan pensar que aquel país es suyo y que puedan tener ideas propias sobre cómo debería funcionar. No solo ocurre en Barcelona y alrededores, sucede que aquí las evidencias son mayores, el foso muy visible. En cualquier sociedad hay un Olimpo de las élites, una clase media que controla, promete y amenaza, guardianes, perros de presa, y los excluidos. Los excluidos, cuando advierten que lo son, reaccionan muy mal.



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