domingo, 18 de agosto de 2024

Conversar

 



Hasta hace poco era habitual que en las charlas con amigos con tendencias extremas o bien no tomásemos en cuenta su discurso extremo o bien nos burlásemos de su ceño fruncido. Excéntricos o peculiares, formaban parte de una minoría en la que ellos se reconocían y, por tanto, era tolerable la chanza antes de pasar a charlar sobre cuestiones no políticas. La sociedad se mantiene cohesionada y funciona si fluye la conversación: no es necesario establecer un orden del día, poner junto las cervezas un tema; en el fluir de la charla se reconoce al otro, se materializa un consenso implícito sobre cuestiones generales, el visto bueno no documentado sobre las reglas de vivir en compañía. Esos acuerdos implícitos son la camisa, el pantalón y los calcetines del tejido social.


Algo se ha roto, no sé si solo en España o en el mundo occidental en general, una quiebra del consenso básico, cuando se habla de Putin o Gaza, pasando por Venezuela y los asuntos de la política doméstica. El grueso de la población se ha ido a los extremos, dividiéndose en dos. Putin o Gaza no son sucesos que se analicen en relación de los hechos que nos llegan sino proyecciones de nuestra ideología. No nos importa el resultado de las pasadas elecciones en Venezuela, quién ha ganado y quién debe gobernar. Lo mismo sucede en lo que respecta a nuestro país: no importa si se han cometido delitos, si hay que investigar la corrupción y el nepotismo, si la gestión de los asuntos públicos es buena o mala. 


La conversación no solo permite llegar a acuerdos, fija las reglas morales, es necesaria para la convivencia. Quien gana las elecciones de forma mayoritaria o pírrica no se lo lleva todo, es decir, no puede gobernar solo para los suyos, imponiéndose, dejando desamparada al resto de la población. Debe haber un mínimo común denominador. El ideal es la sociedad de amigos que después de un clásico siguen brindando en la barra del bar, unos contentos otros dolidos, haciendo bromas, comentando las jugadas, sin dejar de ser amigos. ¿Hemos llegado al punto en que eso no es posible: no una sociedad de amigos, sino una sociedad de ciudadanos que respetan las reglas de juego de la política, confiados en que que las leyes son iguales para todos? Si la ley solo es de parte hemos dejado de ser una sociedad libre.


Qué se ha roto: la confianza en las instituciones, el respeto y la necesidad de la ley, sin la cual no puede haber una política de progreso, la idea de que hay una zona oscura en la que se puede delinquir sin consecuencias. Si la política solo consiste en palabrería gastada produce el efecto inverso al proyectado.


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