lunes, 1 de abril de 2024

Hacia el Vignemale

 



Dejando atrás las carreteras del fervor y del Tour de Francia, las que se desviaban a Lourdes y las que subían a Hautacamp, Tourmalet o Luz Ardiden, llegábamos a Cauterets, la ciudad donde teníamos reservada una casa y desde ahí a Pont d'Espagne, el punto desde el que parten los montañeros hacia las diferentes rutas del Parc National des Pyrénées Occidentales. Dejamos el coche. Nuestro destino apuntaba alto, el Vignemal (3299), el punto más alto del otro lado de los Pirineos. Nos apresuramos a tomar un tentempié pues la mujer del punto de información nos indicó que a partir de las 15 se anunciaban vientos fuertes. También el hombre del refugio, al que llamamos, nos dijo que anduviésemos con precaución por la posibilidad de avalanchas. Sobre el mapa, vimos el primer tramo de subida hasta el Lago de Gaube y después el más largo por el valle del río Gave hasta llegar al refugio de Gave des Oulettes.




El ascenso por el sendero escalonado y pedregoso hasta el lago no fue cómodo. Había que salvar unos 225 m cargando con mochila, raquetas, crampones, bastones y demás impedimenta. Junto a nosotros subían otros senderistas, la mayoría españoles, algunos con niños, que aprovechaban el descanso de Semana Santa para hacer turismo de montaña. Resguardados los ojos bajo la capucha del goretex intuíamos más que ver la cascada de Splumouse (1.949 m), después solo nieve y nieve que ocultaba cualquier elemento geográfico. La tarde se fue oscureciendo y el viento avivando. No nos detuvimos. En el lago opaco no se reflejaba el macizo del Vignemale, no habían pájaros en el horizonte ni otro tipo de animales. Lo bordeamos por el largo sendero de la derecha para comenzar a caminar sobre la nieve y salvar el mayor ascenso, 425 m. de desnivel. Si el día hubiese estado despejado al fondo habríamos visto la cima del Vignemale.



Ya bufaba el viento, aumentaba el espesor de la nieve, no era fácil seguir el track. Caminábamos sin sendero, nos hundíamos sin más huellas que las nuestras. Nos calzamos las raquetas. Los hombros cargados comenzaban a doler. Esperábamos que tras la siguiente loma apareciese la silueta del refugio. Descansábamos un poco y seguíamos con cierto desaliento. Volver atrás era imposible, hacer noche sobre la nieve impensable. ¿Y si no era posible ver el refugio oculto tras un hombro de roca cubierto? ¿Y si lo sobrepasábamos? Soplaba el viento fuerte, la luz de la tarde se apagaba, no había modo de reflejar aquel instante en una foto con las manos enguantadas y ateridas. Varias veces dudamos si ascender por la pala de la derecha o de la izquierda, si adentrarse en el cañón que estaba en medio, si salvaríamos el río, si nos hundiríamos bajo la nieve que lo cubría, si veríamos los puentes.




Golpeaba la cellisca en el rostro, los pies húmedos, las manos ateridas, la tarde cruzando el umbral de la noche, cuando alguien gritó ¡Una luz, el refugio! Ascendimos la última pala trazando zetas para salvar el fuerte desnivel, y sí, cruzando el último puente, aparecía el edificio macizo, el hombre que desde la ventana nos señalaba el camino, rodeándolo. Un último ascenso, las mesas de la terraza cubiertas, fuera raquetas y bastones, golpes en el suelo para deshacerse de la nieve helada y un largo suspiro ya dentro. Habíamos supuesto tres horas de subida, fueron cinco.




Tardamos en entrar en calor. El edificio es grande y las estancias frías. Tan solo una estufa de troncos en el salón comedor. Cogimos el dormitorio situado justo encima de la estufa, aunque eso nada significase. Lo mejor, una gran olla de sopa sobre la mesa. Colmamos los platos, repetimos. Y tras la sopa una lasaña que también nos supo a gloria. Una pareja nos había precedido. Una curiosa pareja, ella polaca, él iraní de un pueblo cercano a Tabriz. Hablamos. El tiempo: la ventisca, el frío, los relámpagos. Las mejores conversaciones se inician con comentarios triviales sobre el tiempo. Vivían en Gelida, no muy lejos de Castelldefels. Era la segunda noche que iban a pasar en el refugio, no se habían aventurado hacia el macizo, subir el Vignemale no era posible. Tomy pidió una botella de Rioja: quizá el frío quizá el cansancio quizá la mala calidad, no supimos apreciarlo. La charla esa noche no duró mucho. Puestos a secar guantes, calcetines, botas, pantalones, polares y plumas, nos arrebujamos entre edredones y mantas. Relámpagueaba tras los cristales, gemía furiosa la tormenta. A nadie se le ocurrió que a la mañana siguiente pudiésemos seguir ascendiendo, a nadie salvo a Tomy, consciente de que no encontraría compañía.


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