lunes, 15 de abril de 2024

Contempla

 



Oigo a una madre alterada a primera hora de la mañana regañando a una niña porque llegan tarde al colegio. Ambas, madre y niña, viven tiempos distintos. Ésta el fluir de la vida sin medida, el de la madre el tiempo utilitario de hacer esto con presteza para llegar a tiempo. En ninguna de ellas cabe la contemplación: la niña vive, vive sin preguntas; la madre está absorbida por las cosas: el tiempo, el trabajo, la maternidad la convierten en esclava de la utilidad.


La contemplación es un acto voluntario, afirmativo. Tras un largo trayecto asociado a las cosas uno comprende que ha de deshacerse de ellas para volver al niño para quien el tiempo no era una medida. Por obligación por inconsciencia o por trastorno uno ha ido acumulando cosas, cosas externas que uno ha ido apoyando o colocando en las paredes de la casa, en el parquin, en el trastero o en la finca, para quien la tenga, o cosas internas, amueblando la memoria, la imaginación o el deseo. En algún momento uno se da cuenta de que no vive, de que necesita parar y mirar al mundo de nuevo. Contemplar.


El primer paso exige deshacerse de las cosas. No es fácil porque puede que hayamos hecho de nosotros mismos las cosas que nos acompañan: mira todo esto, les decimos a los amigos que llegan a casa: este coche, está preciosa mujer, estos niños tan lindos e inteligentes. Escúchame, todo esto que he aprendido, deja que te cuente. Un despojamiento que nos deja desnudos, tiritando desvalidos. Se comprende que uno no quiera correr ese riesgo.


Sin embargo, existe la delicia del ser. En lo alto de un risco donde no llega el ruido de la ciudad, el sol y el viento en las mejillas. Uno sonríe con los brazos extendidos sin deudas, sin obligaciones. O después, al caer de la tarde, desparramados en un corro de sillas, al albur del sol poniente de abril, la conversación de amigos que fluye sin plan, sin otra preocupación que estar juntos.


Leo en un tratado dedicado a la filosofía del miedo que


no hay diferencia alguna entre ética y moral, puesto que la felicidad y la virtud son indistinguibles y la infelicidad y la maldad también, que hacer el bien se traduce en la alegría mayor de ejercitar la propia potencia, que genera a su alrededor su propia atmósfera de benevolencia, admiración y amistad, que no necesitamos recompensas para comprender que hacer el bien nos sienta bien, mientras que hacer el mal nos sienta mal.


Entonces pienso, qué ocurre cuando bajo de la montaña o me levanto de la silla junto a la que la conversación fluía: el atisbo de felicidad se convierte en rictus angustioso al traspasar el umbral de la ciudad o al llegar a casa. La madre recoge a la niña de casa de sus abuelos, la arrastra escaleras abajo: ambas se entregan a las fauces de la ciudad inamistosa, las fauces de la infelicidad.


No contempla quien quiere sino quien puede. La desigualdad. Quién puede dedicar su tiempo al libre pensar. Quién puede soltar amarras de la esclavitud del tiempo.



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