martes, 21 de septiembre de 2021

Una sociedad póstuma

 


Pandemia. Es digno de reflexión que un país como este, ciudades como está no tengan el coraje de quitarse la mascarilla. ¿Por qué esa pasividad?, ¿son obedientes melindrosos, tienen miedo o responden a una costumbre recién adquirida que se ven incapaces de abandonar?


¿Serán para siempre estos cambios que ha traído la pandemia? ¿La sustitución en muchos casos del contacto físico por el virtual? A los funcionarios les cuesta volver al trabajo presencial y prestar atención a los ciudadanos, una demora injustificable. Les distraen por teléfono o vía web, les dan largas, les maltratan. ¿Dejaremos de ir al bar para tomar el café o la cerveza y leer los periódicos?, ¿nos hemos acostumbrado a hacerlo en casa? ¿Dejaremos de viajar a países lejanos, de los que nos separa algún tipo de temor? Las consultas de los psicólogos están desbordadas.


Vidas. Me llama la atención un hombre dos puestos por delante de mí, en la cola del súper, con una única botella del dorado líquido de Johnnie Walker. Solo la suelta cuando la cajera extiende la mano para poner el código de barras delante del lector. Observo el rostro ancho, el abdomen extendido, el corpachón. No hace mucho tiempo era una mujer igualmente agarrada a una botella, pero delgada en su caso. ¿Será para consumo propio, la compartirán? En Estados Unidos hay una plaga incontrolada de opioides, de fentanilo. Ayer alguien en twitter recopiló una colección de imágenes espeluznantes de las calles deFiladelfia. Por todo el mundo aumentan los intentos de suicidio de jóvenes, junto a la aparente contradictoria imagen de los botellones por miles, agrupados como colmenas de abejas u hormigueros. Están las estadísticas y luego las vidas tomadas una a una.


Señales. No me gusta lo que veo, la calma aparente en la superficie, en supermercados y centros comerciales, en calles transitadas con precaución, bajo las que laten arritmias o temblores que agitan levemente la superficie, como un anuncio de una isla volcánica a punto de romperse y estallar, pero mi sensibilidad no abarca más que lo que veo, el antiguo primer y viejo mundo.


Peor que un flautista de Hamelín llevando a los ratones al precipicio es que no haya nadie en el camino señalando un punto al que llegar.


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