lunes, 20 de septiembre de 2021

Hamnet, de Maggie O’Farrell

 



La versión guay dice que esta es la historia de una mujer, Anne Hataway, casualmente la mujer de un tal Shakespeare, que se sobrepone a la muerte de un hijo de once años. Corría el año 1596 cuando una de las oleadas de peste que recorrían Europa llegó hasta Stratford-upon-Avon, hasta la casa donde vivía una mujer con tres hijos, dos gemelos. A uno de ellos se lo llevó a la tumba. Su marido, al que no se nombra aunque se dan pistas, trabajaba en Londres. Anne es Agnes. Y Hamnet, el gemelo muerto, pasados unos años subiría a las tablas transformado en Hamlet. La novela hablaría de maternidad, de dolor, de pérdida. La primera parte se centra en la vida rural de Agnes y su familia, una familia cualquiera de finales del XVI, si bien Agnes responde a un tipo femenino cercano al mito de la mujer bruja, entre la extrañeza, el respeto y la desconfianza por alguien que conoce hechizos y tiene una relación con las plantas y con lo oculto. La escritora lo trasmite a través de olores, colores e impresiones sensoriales. La segunda parte cuenta la muerte de Hamnet y cómo afecta a cada uno de los personajes. Yo lo he leído así:


Frente al moroso y reflexivo ensayo uno querría que la lectura novelesca volase y el libro se acabase en un plis plas. No ocurre así con Hamnet. Atemorizado por el santo nombre de Shakespeare y de su criatura, el lector se acomoda mal que le pese a la lenta lectura que la autora le propone. Si bien está bien escrita, con las palabras adecuadas, las frases ordenadas y limpias y el ritmo cuidado, el excesivo detalle en la descripción de las escenas, de los movimientos de los numerosos personajes en el cuadro, de una naturaleza poblada de árboles y hierbas con nombre propio, en una sucesión inacabable, lleva la lectura a una monotonía que rara vez alza el vuelo. Lo hace en algunos momentos, como cuando Agnes se va al bosque a parir a su primera hija, Sussana. Ahí sí, el ritmo pausado de la parturienta en comunión con la naturaleza, que conoce mejor que a los hombres, y el agitado de su familia buscándola por doquier porque la creen perdida alcanza el clímax de modo que el lector comienza a interesarse por lo que está sucediendo ante sus ojos, es decir, se despega de la letra que amasa la literatura para contemplar de forma creíble la vida que transcurría cuando Shakespeare aún no había empezado a componer sus obras. La emoción que el lector espera desde el comienzo y que hasta ahora no le había tocado le recorre el espinazo. Como es brillante la narración del recorrido de la peste, fiebre africana la llamaban entonces, que va saltando con las pulgas desde el puerto de Alejandría a Venecia, y, desde ésta, en los trapos que envuelven las cuentas de cristal en forma de estrella o de flor, llamadas millefiori, de un vidriero de Murano, por todos los puertos del Mediterráneo hasta Londres y Stratford, a la casa de una costurera dónde trabaja como aprendiz Judith, la hermana gemela de Hamnet, hijos ambos de Agnes. De ese modo Hamnet perderá junto a otros muchos la vida. También sucede en el capítulo siguiente, en el amasijo de olores que la autora va atribuyendo a los sucesivos personajes que van apareciendo. O cuando la mirada del lector se desplaza por la sala que describe el indefinido narrador o narradora, observando cada objeto cada pliegue cada tono de luz que entra por una rendija de la ventana, como en una pintura de Mantegna, una descripción hiperrealista de cada trozo de piel de cada dedo de cada cicatriz de cada vieja herida, como un Cristo yerto lavado palmo a palmo, cuando Agnes lava y envuelve en blanca sábana a su hijo muerto. Lo mismo sucede con las cabezas ennegrecidas, deshilachadas, bultos que cuelgan en las picas del puente de Londres de condenados, de tan putrefactos casi convertidos en nubes, descritas como lo haría el escultor barroco español de un Ecce Homo. Breves escenas intensas, emotivas, islotes en medio de la escritura morosa, monótona. El lector tiene a menudo la impresión de que asiste a un ejercicio de escritura, de esos, supongo, que se hacen en los talleres literarios que enseñan a escribir.


Pero esa superposición de capas, de fragmentos, esa aproximación hiperrealista a la realidad lo hizo durante un largo periodo mucho mejor la pintura, hasta que llegó la fotografía y su continuo progreso técnico. También ahora los pintores lo tienen crudo, una lucha quijotesca contra el tiempo. El ejercicio de escritura de Maggie O’Farrell se convierte en monotonía descriptiva que solo se rompe en contadas ocasiones, como digo, la muerte de Hamnet, el recorrido de las pulgas, el recelo que produce en Agnes las pocas visitas que su marido le hace desde Londres con los sospechosos olores que lo impregnan, o en la visita final de Agnes a Londres, a la habitación donde Shakespeare escribe sus dramas y comedias, y al corral donde se representa un drama con el nombre de su hijo.


Para qué ha escrito la autora esta novela, se va preguntando el lector. Durante buena parte de la lectura creí que el tema era la vindicación de la mujer, de una mujer, Agnes, ante el brillo de un hombre como Shakespeare, que tiene vida propia y completa sin él, él en Londres en un corral de comedias, ella en Stratford al cuidado de sus hijos, en comunión con los secretos de la naturaleza. Transcurridos dos tercios de la novela parece que va a estallar el conflicto entre Shakespeare y Agnes. Por fin, saliva el lector. Pero pronto ve lo infantil del recelo entre marido y mujer, de la pelea, tras la muerte de Hamnet, entre Bartholomew, el hermano de Agnes, y el marido, de tan obvio lo que le dice el primero al segundo, "Que de todas las personas que conocía, eras tú la que tenía más cosas escondidas dentro", lo que ella le había contestado cuando le preguntó, por qué quieres casarte con ese que tan poco vale. Hasta ahí Agnes, el espíritu de Agnes parecía dominar la narración, ser la protagonista, pronto desaparece esa impresión.



Luego pensé que lo que buscaba la autora era la reconstrucción de una época el modo de pensar vivir trabajar comer sentir imaginar morir de la gente en la época en que Shakespeare escribía, que determinados ecos en la construcción de las frases, en las metáforas que utiliza Maggie O'Farrell nos llevaba a lo que Shakespeare fue, a su escritura y de ésta a su tiempo, pero ¿había suficiente con eso para montar una novela? Por fin, cuando doblaba la última página, he llegado a la conclusión de que el asunto que le mueve a la autora a escribir es la delectación ante la propia escritura, la complacencia en buscar palabras frases sonidos el gusto de imaginarse a sí misma describiendo sin que la época los personajes le importen mucho o sean mera excusa, como el pintor que tras mirar lo que tiene delante, cualquier cosa, acomoda el pincel en sus dedos satisfecho con que la pincelada coincida con el tono de luz que acaba de ver o como el fotógrafo que después de haber apretado el obturador contempla la fotografía y se siente eufórico porque sea más real que lo que intentaba plasmar. Con la habilidad eso sí de haber escogido como personajes a Shakespeare y su familia, con el foco de luz apuntando a Hamnet/Hamlet, lo que atraerá a críticos y lectores como a un panal de rica miel. Resumiendo, una novela de género, género histórico con maña.




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