lunes, 26 de julio de 2021

Un dimanche à Ville-d'Avray




“Colgó, miró hacia el jardín, vio contra el muro los brotecitos verdes, duros como tomates jóvenes, y mientras miraba por la ventana, delante de las camelias al borde de la floración, se apoderó de ella una pena espantosa, una pena que le impedía moverse, que atravesaba el tiempo, que venía, le pareció, de muy lejos, de las horas vacías de la niñez, de una espera que nunca había cesado. Le cortó el aliento hasta tal punto que no podía respirar”.


Hay demasiado ecos en esta novela como para detenerse en ella y decir que tiene algo interesante y nuevo que contar. Algunos no chirrían demasiado porque pertenecen a otro género, pictórico en el caso de los estanques que pintó Corot, poético en las atmósferas otoñales y lluviosas de Theophile Gautier, cinematográfico en el caso de la película del mismo nombre a la que se hace referencia en las últimas páginas. Sí chirría el estilo literario que remite a otros autores en francés como el belga Simenon o el parisino Modiano que lo cultivaron mejor. La novela está bien escrita y se adivina bien traducida; la lectura vuela hasta el punto de poder leerla de una sentada. 


En las primeras páginas que describen la llegada de la narradora a la casa de Ville-d'Avray a pocos kilómetros de París, donde vive su hermana mayor, Claire Marie, una tarde de final de verano, están tan bién contadas que se abre la posibilidad del disfrute ante una historia que promete. Sin embargo, no será así o no del todo o no para mí. Lo que se cuenta es la posibilidad de una historia o el inicio de una historia que se trunca. Un hosco personaje, no sabemos si en el recuerdo de la hermana o en la impresión que recibe la narradora al escuchar, hace años apareció en la vida de la hermana cuando ya estaba casada con el médico del lugar, con quién tenía una hija. La narradora ha contado en las primeras páginas, que son las mejores, unos breves apuntes de la infancia de ambas hermanas en Bruselas. Un personaje televisivo, un profesor de latín y otro literario, el Rochester de Jane Austen, quedaban en la memoria como elementos para la ensoñación. El lector debe enlazar a Rochester con Marc Hermann el también hosco personaje que aviva el ensueño de Marie Claire, la hermana de la narradora. Pero no hay más. Queda el estilo prestado y la atmósfera del otoño, la persistente lluvia, la soledad de las vidas envueltas en humedad y la monotonía tras los cristales de los matrimonios rutinarios que sueñan con aventurarse pero que cuando tienen que dar el paso decisivo se retraen. No estoy seguro de que las frases repetitivas, colgadas del otoño y de la lluvia, de muchas páginas tirando hacia el final, a falta de historia que contar, formen parte de la voluntad de la autora de trasladar al lector la sensación de vidas vacías de las protagonistas cuando el impulso de la infancia ya es solo un recuerdo imposible de avivar.


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