Qué duro al despertar comprobar que la realidad no es lo que habías soñado. Pero más duro aún es ver que obstinadamente la realidad no sigue tu dictado, que se rebele y no siga paso a paso lo que tú habías previsto que sucediera. Te queda un último acto de soberbia: despreciarla y, en consecuencia, despreciar a quienes señalan tus errores o tus sesgos. Si antes debieron callarse porque yo así se lo exigía, bajo amenazas incluso, ahora deben callarse, si la realidad les ha dado la razón frente a mí, pues con eso ya les basta. Qué más quieren. Si no callan es que son malas personas que hurgan en la herida. Deben callarse y hacer como que no ha pasado nada. A quién se le ocurre pedir responsabilidades por haber emponzoñado el ecosistema político. Eso ha ocurrido y ya está, olvídese. ¿Pero puede alguien causar un grave deterioro en la vida pública y en la convivencia entre ciudadanos sin exigirle responsabilidad? Esto no era un juego de niños, podía haber acabado mal, los que causan daño deben pagar por ello. Al fanatismo del pueblo le precede, y es alimentado, por el de las élites que ofrecen argumentación racional para defender los presupuestos partidarios, ¿por qué no se les habría de exigir responsabilidades?
Quien hasta hace poco era directora de opinión de EP, reclama junto al Financial Times ‘una conversación pública más inteligente’ para España, incluso invoca a Kant, pero la frase final, la guinda de su artículo, destroza su argumentación: “Kant decía que la inteligencia se mide por nuestra capacidad de soportar la incertidumbre, y eso incluye inevitablemente que nos esforcemos por entender que, en democracia, la razón solo la da y la quita el electorado. Incluso si en medio de esa razón nos encontramos a alguien como Ayuso”.
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