Hay películas que son como un caramelo: desenvuelves el papel, lo metes en la boca, chupas mientras se deshace y te tragas el último trozo, y antes de tirar el papel a la papelera frotas los dedos para eliminar el rastro de azúcar. Los sabores varían un poco pero siempre son dulces. Y cuando se ha deshecho en la boca o te lo has tragado ya no piensas más en el caramelo. Se acabó. Eso es Nobody. Necesitamos ese tipo de películas. Te pones delante de la pantalla que te absorbe y te dejas llevar. Es como en el yoga, te ayuda a poner la mente en blanco justo antes de empezar. Todo lo que tenías en la mente, todas esas gilipolleces que se van acumulando durante la jornada, se ha borrado, incluso si alguien te llama por teléfono haces como que no estás. Yoga sin meditación.
De qué va Nobody. Qué más da. Hay un hombre contenido que no se inmuta cuando le asaltan la casa delante de su mujer y de sus hijos. Acierta, porque los asaltantes eran buena gente. Pero pronto descubrimos que bajo la piel del enclenque hay una historia de furor. Hay un montón de malos en la ciudad y el hombre enclenque está dispuesto a acabar con ellos uno a uno. Y son rusos, una multitud de rusos que hablan inglés con su torpe acento. Ya sabes, una mafia de psicópatas. Tendrán su merecido. Hay puñetazos, hay armas, hay artilugios, hay coches volando por los aires, hay casas ardiendo y fábricas que son trampas mortales. Casi cada vez el enclenques se salva por los pelos; pero como ya sabemos que el bien, pequeño e inteligente, va a triunfar contra la multitud de los malos, nos despreocupamos y dejamos que el cerebro segregue todas esas endorfinas que nos hacen sentir tan bien. Se da por supuesto que la película está bien hecha, que los actores saben poner la cara y los puños y que el director y los productores no nos toman por idiotas. Así que viva Nobody.
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