"Han barrido las hojas muertas en la calle. En el cielo no hay una sola nube. Un azul pálido se extiende más allá de las ramas desnudas"
De Kawakami se espera una prosa ligera y aérea cómo si la escribiera un carbonero posado en una frágil rama o el mismo junco que mueve la brisa en la orilla del río. Sensaciones pues que nos llegan a la piel, al oído o a la mirada descuidada cuando caminamos despreocupadamente por la linde del bosque o por arena de la playa. En Kawakami está la poesía de los haikus y los pinceles de los pintores clásicos del periodo Edo. A veces, no siempre, entre las sensaciones aparecen reflejadas las emociones de los personajes de las historias que Kawakami quiere contarnos. Los breves capítulos de sus cuentos o de sus novelas están hechos de párrafos que se yuxtaponen con el mismo aparente descuido, que a su vez encadenan frases autónomas que van cayendo en cascada, no necesariamente buscando un sentido. La unidad constructiva es la frase, y las mejores son las que detienen la mirada del lector para retener su música. Por eso los libros que más me han gustado de Kawakami son sus relatos, donde el sentido sobrevuela la ligereza poética y tarda en reposar. Y los menos sus novelas, como esta que ahora comento, quizá porque la historia adquiere demasiado peso. Aquí al menos, la densidad emocional y la ligereza poética no acaban de combinar. No sé si tuvo que ver con la idea de decir algo después de la catástrofe de Fukushima, en 2011, el terremoto y el tsunami.
Todo sucede en el interior de una familia cerrada, entre hermanos, padres e hijos. La autora se esfuerza en lograr densidad acudiendo a recuerdos del pasado, buscando el hilo de la vida en medio de hechos traumáticos. "El tiempo se queda encerrado en nuestros cuerpos. Son como pliegues que se enrollan y desenrollan sin parar." Aunque tardamos en obtener los detalles, ya desde el principio sabemos en qué consiste el secreto que Kawakami quiere contarnos, en la voz de Miyako. Un secreto que Miyako desea que no veamos como tal, que se esfuerza en contar con naturalidad, que quiere asociar a la poesía que brota del resto de sensaciones. El gas sarín, el terremoto, la presencia inminente y cercana de la muerte crea la atmósfera para que todo sea posible. Como va postergando la confesión, al final pierde la naturalidad deseada. De esa vida familiar cerrada, solo la madre emerge con una personalidad definida y con la hondura necesaria para ser un personaje novelesco. Vitalista, nunca admitió que envejecía, confiesa Miyako cuando la novela está acabando. La casa en que vivió va a ser derruida, la casa que conservaba los pliegues de la memoria, donde ella y Ryo repitieron la historia de la madre y su hermano, al que llaman padre, donde habían vuelto buscando la vida que los desastres recientes de Japón estaban negando. Sobre el resto de los personajes sobrevuela una escritura que por momentos se hace poco fluida en comparación con los mejores relatos de Kawakami.
A Ryo y a mí siempre nos han juzgado, pero en realidad no hay nadie en ninguna parte que tenga derecho a juzgarnos
De pronto oigo la voz del agua. Es una corriente viva, pura, sin intención, un agua que discurre por los confines del mundo lejano
Cuando Ryo entraba en mi, nuestros cuerpos se estremecían como ondas en la superficie del agua. Nuestros cuerpos hechos de agua casi en su totalidad se sumergían el uno en el otro
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