miércoles, 20 de enero de 2021

Pavorosos secretos

 



Parece una simple especulación, una fantasía literaria, un juego, la idea del científico que ha descubierto el secreto que guarda la naturaleza para destruir el mundo, pero ya ocurrió en realidad. Fue a comienzos de 1939, cuando Hitler ocupaba Checoslovaquia y se preparaba para invadir Polonia. Físicos nucleares en Alemania, en París y en Columbia (EEUU) experimentaban el bombardeo del núcleo del uranio 238 con neutrones para producir una reacción en cadena liberando una increíble energía que podía convertirse en una explosión catastrófica. Muchos de ellos se preguntaron si ese conocimiento debían mantenerlo en secreto o publicarlo en las revistas científicas. Leo Szilárd, el primero que tuvo la idea de la reacción nuclear en cadena, hizo todo lo posible por convencer a sus pares de mantener el secreto, le parecía de locos que los franceses (Frederick Joliot-Curie, el yerno de Marie Curie, público sus hallazgos en Nature el 26 de abril) mostraran el camino a los alemanes, pero había tantos físicos implicados en el tema que fue imposible. Y así fue como gracias a la publicación en Nature y en Physical Review que los alemanes supieron de la existencia de pruebas experimentales que confirmaban que los neutrones 'lentos' tenían más posibilidades de fisionar el U-235.


También los soviéticos se enteraron de ese modo. En menos de una semana, mientras la prensa americana hablaba de los nuevos explosivos que serían capaces de destruir un área tan grande como la ciudad de Nueva York, tanto en Londres como en Berlín se dieron órdenes de acaparar todo el uranio disponible. Los alemanes en las minas de Jáchymov en la Bohemia recién ocupada. Los ingleses en el Congo belga. El físico alemán Paul Harteck alertó a sus superiores de la posible fabricación de un explosivo muchos órdenes de magnitud más potente que cualquier explosivo convencional y de que ‘el país que primero haga uso de él contará con una ventaja insuperable sobre los demás’. Fue decisivo en cambio que Fermi no publicará su hallazgo de que el carbono del grafito (los alemanes erróneamente se decantaron por el agua pesada) ralentizaba los neutrones para bombardear el núcleo del U-238 (Bohr y John wheeler, en el último artículo publicado dentro del espíritu de libertad entre científicos, On the Mechanism of Nuclear Fission, el mismo 1 de septiembre en que comenzó la guerra, descubrieron que era el U-235, muy raro en la naturaleza frente al U-238, el que se fisionaba con una explosión al ser bombardeado con neutrones lentos). Si se hubiese hecho público, es posible que el curso de la segunda guerra mundial hubiese sido otro.


Otra paradoja del asunto es que cuando por fin la bomba estalló sobre Hiroshima, Alemania ya había sido derrotada y Japón según sabemos ahora también lo había sido, es decir, la bomba, contra lo que nos han dicho, y según el parecer de la mayoría de los historiadores, fue totalmente innecesaria para poner fin a la segunda guerra mundial. Es la idea que defiende Peter Watson en su muy documentado Historia secreta de la bomba atómica. Watson demuestra que los británicos sabían, desde mediados del verano de 1942, y los americanos desde principios de 1943, que la maquinaria nazi no estaba en condiciones de producir la bomba y que si siguieron adelante no fue para adelantarse a los alemanes o para anticipar su derrota o la de los japoneses sino para tomar posiciones en el tablero de la posguerra, cuando la Unión Soviética, tras elevarse en Stalingrado como gran potencia militar, dejaría de ser una aliada para convertirse en adversaria. La bomba atómica otorgaría a EE UU y a Occidente una ventaja significativa. Claro que los numerosos espías soviéticos del proyecto Manhattan hicieron inútil tal deseo porque pronto también Moscú contó con su bomba.


Las malas decisiones de entonces penden sobre nuestras cabezas: 9.500 cabezas nucleares que según los científicos servirían para destruir el planeta más de cien veces.



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