martes, 7 de julio de 2020

La política como religión


Para ganar en cordura y razón deberíamos tratar la política como una de las ramas de la religión, a los partidos como iglesias y a sus cabeceras mediáticas como parroquias. Hay fe y fidelidad, clientes y parroquianos y, por supuesto, artículos del dogma que cada iglesia define a su modo y les separa del resto de las confesiones. Los que se dedican a ello son clérigos, en la mayoría de los casos con mayor entrega que los curas originarios que les sirven de modelo, pues aunque ambos viven de ello y no pueden concebir la vida de otro modo, los clérigos modernos han de combatir con más denuedo y saña porque la competencia es feroz. Uno se bautiza para toda la vida, pero los que viven de los partidos han de ganarse el puesto en cada campaña electoral, ya sea luchando por conseguir un escaño o mantenerlo o justificando ante sus jefes la paga que les dan por pugnar inasequibles al servicio de la causa. Un cura puede fácilmente ocultar su falta de fe, nadie le va a poner delante del polígrafo, entrelazando sermones sobre el cielo, el infierno y los buenos actos, pero un periodista o un político no se lo pueden permitir porque han de hacer profesión de fe cada día. Como los creyentes religiosos, los militantes o simpatizantes de las confesiones políticas viven entregados sin escepticismo alguno. Es algo dado, asumido, sin dudas, constitutivo de su forma de estar en el mundo. No conciben que alguien pueda ser creyente de otra confesión, los pobres, tan errados, tan confundidos, tan engañados por abstracciones cuyo error o mal debería ser tan evidentes al análisis, como tampoco conciben que pueda haber escépticos o ateos, tan peligrosos o más que los miembros de las sectas equivocadas. Como en las religiones milenarias, los fieles de las religiones de la política tienen su catecismo, su idea del bien, su moral derivada y una lista de enemigos que no hay que frecuentar so pena de embadurnarse con sus miserias, ofuscación y malos olores. No es posible el diálogo interpolítico porque los socialistas ven a los de derechas como musulmanes con los que es imposible hablar, que maltratan a sus mujeres, explotan a los inmigrantes y llenan de gases sucios la atmósfera y a la inversa los de derechas ven a los socialistas como enemigos de la vida, amantes de la dictadura social y ansiosos por establecer una dictadura de la pobreza en el mundo. Ambos tienen su propio dios, lo denominan de forma diferente pero es el mismo. Un lector de El Diario nunca leerá Libertad Digital, ni uno de Público leerá Ok diario, o un espectador de la Sexta no se pasará por 13Tv, o al revés, si no es un ratillo para demostrarse su superioridad moral. Sí que hay alguna posibilidad de que algún lector de El País hojee en el bar o en la biblio alguna vez El Mundo o el de TV1 se pase por A3 y al revés. Son esos pocos ciudadanos moderados los que a veces dan un vuelvo electoral.


Si asimilásemos las sectas políticas con las religiosas, los escépticos tendríamos alguna chance. Tendríamos claro que en una discusión con ellos tenemos poco que ganar porque no hay discusión posible basada en razón, sino dogmas no siempre evidentes para los fieles y adhesiones emocionales que, como en el caso del amor pasión, no se deshacen fácilmente. Qué porcentaje sobre el total de creyentes supone la apostasía. Qué musulmán deja de serlo. Qué católico, aunque haya dejado de ir a misa y cumplir con los sacramentos, no todos, siempre queda alguno, se declara ateo en un acto solemne y con público. Algo parecido sucede con el hombre de izquierdas o de derechas, lo es para toda la vida, aunque no haya habido ritual de bautismo, quizá cambie de secta o de parroquia, será comunista o socialista para toda la vida, conservador o neoliberal. Los escépticos debemos presentarnos como tales en toda ocasión y hacer ver a los creyentes que lo son, que sus premisas políticas no son más que fe, sin caer en la discusión que no lleva a nada. Y esperar, con paciencia, que les entren las dudas y pierdan la fe, cosa rara porque pocos quieren pasar por el mal trago de que los suyos les traten como apóstatas o como traidores. Alguien que me leyere, fiel de una u otra confesión, susurrará, Mira, anda que no se te ve el plumero, a mí me la vas a dar.



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