Orgullo y prejuicio la novela de Jane Austen fue publicada en 1813. La adaptación cinematográfica de Joe Wright, con una esplendorosa Keira Knightley, que ahora veo en televisión en la noche del sábado, es de 2005. Un mundo nos separa de ambas fechas, 2005 es ayer mismo. Qué ha sucedido para que un velo de repugnancia se interponga con esa visión de las relaciones entre hombres y mujeres. Una repugnancia que queremos combatir pero que no me impide apagar la tele. Es evidente que el movimiento feminista impregna nuestro modo de ver el mundo, lo ha cambiado. Pero en todo cambio radical de perspectiva algo sale la luz y algo queda en penumbra, oscurecido. El romanticismo de Jane Austen y de la fiel adaptación de Joe Wright ocultaba o ponía en segundo plano las relaciones de clase pero sobre todo el papel subordinado de la mujer. La necesidad de esas cinco mujeres de la familia Bennet de encontrar marido nos hace daño a la vista, nos repele. Sin embargo, al mismo tiempo, la vitalidad del impulso erótico que aparece en primer plano, la naturaleza de las relaciones entre hombres y mujeres desborda la pantalla. El erotismo es irrefrenable, una fuerza de la naturaleza que no se puede contener. Nos identificamos, nos emocionamos con Keira Knightley porque sus movimientos interiores son los que cada uno de nosotros experimentamos. El feminismo hace bien sacando a la luz lo que el romanticismo ocultaba o desdeñaba, pero no puede ser ciego a la evidencia de la fuerza de la naturaleza que se manifiesta a nuestras relaciones eróticas. El elemento irracional, la locura que nos posee cuando entra en juego el amor forma parte de lo que somos, el modo de estar en el mundo del homo sapiens.
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