jueves, 9 de julio de 2020

Blanco, de Bret Easton Ellis


Leyendo este libro me doy cuenta de dónde proceden la mayoría de los programas de radio y televisión de este país, incluso los títulos de esos programas, los formatos, los modos de vestir y de decir, los movimientos sociales, aparentemente espontáneos, tan dirigidos, como todo el suceso ya parece que apagado del Back Lives Matter o de la anterior tournée de Greta, de la resistencia a la ultraderecha (copia de la Resistencia a Trump), como copia son los eslóganes, gestos, libros, organizaciones, pulsiones de cualquier tipo sean antirracistas, pro o contra feministas, incluso las letras y ritmos de las canciones de los raperos, las provocaciones de los artistas y grafiteros, como disparar al rey emérito en un vídeo, insultar soezmente a un líder de la oposición o abrasar un crucifijo en una sartén, todo copiado, así que me pregunto cuando acabo la lectura, qué hay de original en este país. Si lo hay es invisible o los medios no le prestan ninguna atención.

No pensaba, atacado por los prejuicios que te inculcan sin prestar mayor atención los comentaristas dominantes, que el libro mereciese gran atención cuando comencé a leerlo, convencido de que a a la décima o decimoquinta página ya lo habría arrumbado en el olvido. No ha sido así. Me ha sucedido lo contrario que con el de Woody Allen. La diferencia es que Easton Ellis no hace un chiste en cada frase y no se está disculpando cada dos. Blanco, supuestamente, es un libro de memorias y en parte lo es, y como el de Woody Allen lo es, pero a la manera americana, no como lo haría un francés, un alemán o un español, hincando la pala para descubrir lo que había al fondo de la biografía, sino mostrando el brillo del sol en el reflejo de las olas. Easton Ellis habla de sus libros y de sus películas, de Hollywood, de los actores, de sus amigos, del sistema mediático, de la vida nocturna de Nueva York y Los Ángeles. Se bebe y se esnifa mucho en el libro pero no hay traumas ni culpables a los que perseguir por una vida perra. Hay heterosexuales y gays, sobre todo gays, hay negros y blancos, hay mujeres pero menos que hombres, escritores, presentadores, cantantes, pero sobre todo actores. Sin acabar la universidad ya había publicado Menos que cero que le catapultó y más tarde American Psycho que le dio fama y dinero, ambas llevadas al cine y convertidas en musicales. Se le convirtió en algo así como el representante de la Generación X y él lo asumió. Después publicó más libros, fue guionista de películas y series pero sin tanto éxito.

Todo libro tiene un mensaje dentro, una vindicación, un relato explicativo de una época (American Psycho), de una personalidad, de un problema candente. Puede convertirse en emblema o pasar desapercibido y el autor y el libro olvidados para siempre. En el título del libro está el emblema en el que este libro quiere convertirse. Buena parte de él parte de un hartazgo, el cansancio de la identidad, de ahí la proclama irónica del título. Easton Ellis se propone representar a toda esa parte de la sociedad americana, clase media culta, sin problemas económicos, blanca o negra (Kayne West, Candance Owens), que se dice harta de la histeria creciente que ha abierto un foso del tamaño del Cañón del Colorado y que ha tocado fondo tras la elección de Trump.

La estrella de Trump en Hollywood Boulevard fue destruida a golpes de pico; un actor con aspecto de Lorax septuagenario dijo «Que se joda Trump» en los premios Tony, una presentadora de televisión llamó a la hija del presidente «cabrona irresponsable» en su programa, otro actor insinuó que deberían encerrar al hijo de once años del presidente en una jaula con pedófilos. Y todo eso en Hollywood: la tierra de la inclusión y la diversidad. Puede que a nadie le importara Barron Trump, porque sencillamente fue el año en que entró en barrena una resistencia que cometía unos fallos garrafales al dar rienda suelta a la rabia que le despertaba Trump. Quizá fuera otro capítulo más del programa de telerrealidad que todavía hoy siguen emitiendo. O quizá cuando te da un berrinche infantil, lo primero que pierdes es el juicio, y luego el sentido común. Y al final pierdes la cabeza, y con ella la libertad”.

El autor toma partido, sin temor, en una sociedad dividida entre los que reafirman su identidad y los cansados que vienen del mismo bando de la izquierda, que no desean que el victimismo sea la lente a través de la cual empezamos a mirarlo todo y que quieren un poco de paz y que las cosas vuelvan a su cauce, es decir, la vuelta a la libertad de pensamiento y de expresión, el fin de los vetos y las expulsiones por tener ideas propias y no aceptar un “modelo de conducta débil y (sí) insulso en el que todo se experimenta constantemente a través del filtro de la política y la ideología identitarias y que dicta cómo deberían expresarse las personas dentro de los límites de lo que se considera apropiado”.

Hollywood se había mostrado en numerosas ocasiones como uno de los enclaves capitalistas más hipócritas del mundo, con una primorosa fachada en favor del progresismo, la igualdad, la inclusión y la diversidad, excepto en lo tocante a la inclusión y la diversidad del pensamiento, la opinión y el lenguaje políticos. Esa hostilidad corporativa pasivo-agresiva era similar a la de un adolescente iracundo y desquiciado, sus actitudes y poses eran tan infantiles que tenías que preguntarte si las fantasías que vendía la ciudad habían sepultado por completo la lógica y el sentido común. Abogaban orgullosos por la paz mientras les parecía bien que Snoop Dogg disparase a Trump en un vídeo, Kathy Griffin lo decapitara o Robert De Niro le diera una paliza, o simplemente, tal como sugirió un Johnny Depp supuestamente borracho, alguien lo asesinara”.

 

Recuerdo del 11 - S.

 


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