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No sé si ese día nos saltamos la escuela o el maestro, Don Santiago, no vino y tuvimos día libre. Recuerdo que alguien propuso que fuéramos a ver buitres. Fuimos dos o tres, quizá Fito y Santi, el más atrevido. Yo debía tener siete u ocho años. No sé con seguridad, porque solo recuerdo la emoción de ese día. Atravesamos el monte de encinas por el camino ancho, subimos la cuesta de una ladera arada con terrones secos. Íbamos despacio, como agazapados y antes de llegar a lo más alto nos apostamos cuerpo a tierra. Abajo en una terraza que caía sobre el valle que se extendía hacia el sur, hacia Fontioso, estaban los bicharracos, enormes, con el cuello como separado del cuerpo en una curva. No los recuerdo alzando el vuelo, sino entretenidos, en reposo, no sé si despiezando la carroña o ahítos descansando. El corazón me latía sin parar. Los tres estábamos en silencio, sin movernos, no sé si Fito y Santi tenían el mismo miedo. Alguno de los bichos debió alzar el vuelo y extender sus enormes alas y entonces debimos echarnos a correr de vuelta a casa, y correr sin volver la vista atrás. Estábamos lejos del pueblo y debimos llegar sin resuello. aunque eso no lo recuerdo, solo el miedo y el temblequeo del cuerpo. No dije nada en casa, al volver, me guardé el secreto y el miedo.
Muchas veces después he visto buitres, en vuelo, dejándose llevar por corrientes térmicas, y, en reposo, en sus buitreras, los he visto desde abajo, observando su majestuoso vuelo y desde arriba en lo alto de un pico, viendo cómo unos metros más abajo, en la claridad del día o sobre nubes agarradas al valle dominaban el aire, pero nunca los he visto en tal cantidad y tan de cerca como hoy. Por miles en la ruta de las loberas, en Caleruega, dentro del muladar vallado y en los cerros de los alrededores. Es época de cría y he supuesto que muchos eran recién nacidos y que aún no estaban listos para valerse por sí mismos, y, que agrupados en el muladar, junto a las ruinas del castillo de Alfonso VIII, cerca de las loberas o en otros cerros, eran las crías las que en guarderías chillaban como niños. El aire estaba impregnado de olor a buitre, un olor intenso, algo acre pero no desagradable, que seguro a nosotros nos ha impregnado, a R. y a mí, y que, cuando hemos tomado un café en Caleruega y una cerveza en Gumiel de Izán, lo llevábamos con nosotros, aunque los que se nos han cruzado no nos hayan dicho nada, las camareras de uno y otro bar y los viejos sentados en las terrazas a los que preguntábamos para qué servía la colza que hemos vista plantada en varios campos de la zona y todavía los más sorprendentes alverjones, que no acabo de saber si son lo mismo que los yeros que me desgarraban la piel cuando yo era pequeño. No sé qué pueden comer, si hay comida para tantos miles de buitres y cuánto tiempo permanecen agrupados de ese modo, pero un espectáculo como este nunca, nunca lo había visto.
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