I
"Los hombres solo pueden ser felices cuando no asumen que el objeto de la vida es la felicidad". John Stuart Mill.
Con estas palabras, Sofía Kovalevsky o Sonia Kovalévskaya, que de los dos modos se transcribe, dio nombre al libro de Alice Munro y al último de sus relatos, dedicado a ella, la matemática rusa, cuando en su lecho de muerte, en Estocolmo, se despidió del mundo. Demasiada felicidad. ¿Resumían esas palabras toda una vida, la de Sofía? ¿Y la del resto de los personajes de sus relatos, casi todos mujeres? ¿Y la de la propia Alice Monro? ¿Y la del lector?
No parece que ninguna vida sea una carrera en pos de la felicidad. Sofía se empeñó en conseguir cosas, estudiar matemáticas, resolver problemas, salir de Rusia, liberarse de la tutela familiar, conseguir a Maxim Kovalevsky, de quién estaba enamorada pero no al revés. Casi todo eso lo consiguió a medias o no del todo o no como podría haberlo hecho. Sin embargo en su lecho de muerte afirma no solo que ha sido feliz sino incluso, demasiado. En el resto de los personajes de los relatos del libro no hay nadie de quien pueda decirse que ha sido feliz, todo lo más que ha obtenido fugaces momentos de felicidad. Dos relatos me han dejado una huella más profunda como lector. En Pozos profundos la madre que busca al hijo, Kevin, que ha abandonado el hogar, después de encontrarlo y hablar con él, ve que un mundo les separa, vuelve a casa, se prepara una porción de lasaña y bebe una copa de vino, comprende que Kevin sigue una propia vía y que ella ha de seguir la suya.
“Kent está enfermo. Se está consumiendo, quizá muriendo. No le agradecería unas sábanas limpias ni una comida recién hecha. Ni hablar. Preferiría morirse en ese catre bajo la manta con el agujero de una quemadura”.
En eso parece consistir la felicidad para ella, los sorbitos de vino durante los siete minutos de espera mientras la lasaña se calienta. En Madera el carpintero herido en el bosque y rescatado por su mujer, la felicidad no es algo definible ni siquiera un estado del alma, es el darse cuenta de un cierto equilibrio y paz, que no tiene que ver con el encuentro con su mujer recuperada de la depresión ni con mantener el contrato con el propietario del bosque para seguir cortando árboles, sino una cierta comprensión de su relación con la naturaleza. Con la cabeza fuera de la ventanilla del camión que le devuelve a casa comprende las necesidades diferentes de su mujer, del bosque y de sí mismo.
En algún momento comprendemos que la felicidad es algo que conseguimos con independencia de las cosas y de las personas y que nos concierne a nosotros solos. Habrá un momento que nos preguntemos, entonces no habrá nadie que nos diga que teníamos que haber hecho, nosotros nos diremos si mereció la pena.
II
«Recuerda que cuando un hombre sale de una habitación, se lo deja todo en ella —le ha dicho su amiga Marie Mendelson—. Cuando sale una mujer, se lleva todo lo que ha ocurrido allí».
En esta última historia, Alice Munro combina historia y ficción: la real existencia de Sofía bajo los trazos de la técnica literaria. Es la más larga y, quizá, la más deslavazada, al menos yo no he entrado en ella como en los otros relatos. La he leído sin que atrajese mi interés, hasta el punto de que soy incapaz de hacer un resumen con sentido literario. Y, sin embargo, como la propia Munro vio, en esta mujer independiente de finales del XIX, la matemática rusa Sofía Kovalevsky (1850-1891), primera mujer en conseguir un doctorado en la especialidad, capaz de competir con hombres de su tiempo como Poincaré, GöstaMittag-Leffler y Weierstrass, y la primera cátedra de matemáticas, en Estocolmo para una mujer, había un buen relato, pero no siempre dominamos las historias que se nos presentan urgiéndonos a darles forma, como le ocurrió a Munro hojeando una enciclopedia, o quizá el lector, mi caso, no esté a la altura de ellas. El relato se pone en los últimos días de Sofía, enferma de neumonía, acercándose a Estocolmo, donde morirá a los 41 años, a través de Dinamarca, ya casada con Maxim Kovalevsky, científico liberal como ella, un playboy al que ama sin encontrar correspondencia. Curiosamente, Maxim lleva el mismo apellido que su anterior marido, Vladimir, un biólogo traductor de Darwin al ruso, con quien para escapar de la tutela familiar, salir de Rusia y poder estudiar, había concertado un matrimonio blanco. En París, junto a su hermana Aniuta que se casa con un revolucionario, Jaclard, vivieron los días de la comuna, en 1871. Sofía a pesar de ganar un premio importante en Alemania no consigue trabajar como matemática en Berlín, tampoco en Rusia donde vuelve, deja a su marido y retorna a París. Vladimir se suicida. Ya como viuda consigue plaza en Estocolmo. Todo eso se nos cuenta en las rememoraciones que hace Sofía.
Sofía Kovalevsky no solo resolvió problemas, como el de la llamada “peonza de Kovalevskaya”, asociado a un problema de mecánica clásica: describir el movimiento de un sólido fijado por un punto, que le dieron premios, también escribió novelas.
Un momento de incontenible felicidad.
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