“Imaginad un bochornoso día de verano en Flatbush. Los termómetros marcan treinta y cinco grados y hay una humedad sofocante. No hay aire acondicionado, a menos que uno vaya a una sala de cine. Desayunas tus huevos pasados por agua dentro de una taza de café en una cocina diminuta con el suelo cubierto de linóleo y un mantel de hule sobre la mesa. En la radio suena «Milkman Keep Those Bottles Quiet» o «Tess’s Torch Song». Tus padres están inmersos en otra de esas estúpidas «discusiones», como las llamaba mi madre, que no terminaban hasta que estaban a punto de intercambiar disparos. O bien ella había derramado nata agria sobre la camisa nueva de él o él la había avergonzado aparcando su taxi delante de la casa. Dios no permitiera que los vecinos descubrieran que ella se había casado con un taxista en lugar de con un juez de la Corte Suprema. Mi padre nunca se cansaba de decirme que una vez había llevado a Babe Ruth. «Me dejó muy poca propina», era lo único que él podía recordar del Sultán del Batacazo”.
Pocas vidas tan interesantes para ser contadas como la de Woody Allen. En parte de su biografía se cruzan dos maneras de entender el comportamiento social, el correcto y el censurado. Los ánimos a favor y en contra están tan caldeados que vendría bien refrescarlos con una buena dosis de realidad. Supongo que con el tiempo alguien escribirá una buena biografía y quizá a partir de ella se haga una buena película. El propio Woody Allen sabe hacerlo cuando hace películas, las tiene buenas y las tiene aburridas. La última, A Rainy Day in New York, me pareció magnífica y la vi como una forma de explicar lo que a él y a muchos les sucede cuando encuentran una mujer irresistible: se sumergen como bobos en su encanto hasta perder la dignidad. En otras ya sea porque su inteligencia no da para tantas obras maestras, ya sea porque no ha afinado el guion o porque no ha sabido dar con los actores o porque ha sobrestimado su capacidad ofrece lo que cierta parte de sus seguidores espera de él sin someterse a su propio control de calidad. El caso es que cuando escribe en formato libro no suele pasar ese filtro.
No he conseguido acabar ninguno de sus libros. En este he llegado hasta el 10%, es decir una sesión pos siesta. Ahí lo dejo, en su bar mitzvá. Quizá lo bueno estaba por llegar, todo el morbo de la relación con Mia Farrow y sus hijos, pero es que no me interesa. Sí, me interesaría si alguien como Alice Munro me lo contase. Cada frase es un chiste, no hay una descripción de las casas donde vivió, no se detiene en el carácter de sus padres o familiares, de sus amigos o conocidos, todo está visto desde el chiste, el chiste fácil, blanco, en el que a menudo hay que entender lo contrario de lo que señala, cuando no son chistes que uno que no haya mamado la cultura americana no los puede pillar, un tipo de chistes que no te arranca una sonrisa. Después de todas esas páginas no he sonreído una sola vez. Así, qué gracia tiene seguir leyendo.
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