martes, 16 de junio de 2020

Finitud, temporalidad


Seres determinados por el tiempo, contingentes, finitos. Heidegger nos mostró la falta de fundamento del ser, sin suelo, nada a lo que agarrarnos, nada con sentido sobre lo que apoyarnos (Dios, sustancia, estructuras lógicas). El hombre que afronta su libertad sabe que nada le sostiene, que su único sustento es el abismo de la nada. Nada de la que viene y a la que está destinado, aunque ‘nada’ es ya decir algo. Muchos no lo aceptan y recurren a fundamentos externos, culturales, que solo adquieren sentido en la creencia. Pero una cosa es la conciencia de fragilidad y finitud, a la que todos vamos llegando en nuestro mundo, y otra resistirse al existir asustadizo. Aunque descartemos apoyos metafísicos externos al existir finito, buscamos equilibrio, algún tipo de arraigo. Tener descendencia, hacer carrera, conjurar la soledad con una red de relaciones y amigos, tener una casa. Pronto ve uno que los hijos no son clones del ideal imaginado, como no lo es la mujer o mujeres (u hombres) con los que pensamos dar consistencia a nuestra vida. Establecerse. Nadie de los que conocemos se adecúa a lo que esperábamos o buscábamos. Los entes con los que interactuamos tienen vida propia, independiente. También una carera es nada, no es lo que esperábamos si algo esperábamos, no nos da las compensaciones que creíamos merecer o desfallecemos o no nos compensa degradar nuestra integridad. Y se acaba, tras un recorrido más o menos largo, se deja de correr: los títulos en las paredes del despacho, las obras producidas se han hecho independientes, se irán desmoronando. ¿Quién se acuerda? Hasta los amigos nos traicionan o no están a nuestra altura o toman extraños caminos o nosotros les fallamos. Queda la casa. Podemos construir una casa, elegir el lugar, planificarla, diseñar las dependencias. Una casa puede adquirir las exactas medidas del sueño. Yo lo hice una vez, pero no salió del plano. Vi el plano, el arquitecto que había trabajado con mis indicaciones me lo mostraba, pero ni siquiera lo tuve entre las manos. “Ya no la necesito”, lo rechacé con un gesto. La casa del padre no es la nuestra y si pensábamos reformarla a su debido tiempo, puede adelantársenos un hermano o una disposición municipal o abandonarla por otra en otro lugar. Con las casas me ha sucedido como con las ciudades en las que he vivido, ninguna ha sido mía, no les he querido pertenecer, ninguna me ha conquistado. Y el país mismo, estoy en él, pero por qué habría de decir que es el mío.


La idea de la muerte, la mirada a su fondo oscuro puede ser abismática, según Heidegger. Es una idea que emerge en la conciencia juvenil, y, que sea así, no tiene tanto que ver con la experiencia como con la imaginación y otros procesos mentales. Dudo que esa mirada a la finitud como nuestra condición sea la experiencia perturbadora, decisiva en nuestra construcción moral como humanos. El tiempo delimita nuestro pensamiento y acción, claro está, pero también nos ayuda a comprender, trabaja en la aceptación de nuestra naturaleza finita. La conciencia de una vida bien vivida se mira en el espejo de la muerte como un hecho natural ante el que no cabe sino aceptarlo como tal.

Casas.




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