miércoles, 20 de mayo de 2020

Los amnésicos, de Géraldine Schwarz



En Mi lucha, se lee: «La capacidad de absorción de las masas es muy limitada y la comprensión, reducida; pero, en contrapartida, su capacidad para olvidar es grande. Sobre la base de estos hechos, una propaganda eficaz debe limitarse a muy pocos puntos, que hay que repetir a porfía a la manera de un eslogan», hasta que todos estén convencidos de haber querido siempre esto y no otra cosa. Su ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, recomendaba «impregnar al ciudadano de las ideas de la propaganda sin que se diera cuenta de que se estaba impregnando».

El punto de partida de Géraldine Schwarz en Los amnésicos es personal. Abordar los asuntos del mundo desde la propia experiencia es una inmejorable perspectiva. Hija de madre francesa y de padre alemán, los abuelos de Géraldine vivieron la guerra, no fueron víctimas sino que entre la indiferencia y el provecho, como muchos, fueron responsables de algún tipo de complicidad, aunque no todos lo fueron en igual grado. Las responsabilidades en el lado familiar francés no las tiene tan claras como en el alemán. Su abuelo paterno se aprovechó del momento y compró el negocio de un industrial judío por debajo del precio que correspondía. Lo que le lleva a hablar de los mitläufer, la parte de la población que no quiso ver o se aprovechó con su indiferencia de lo que les sucedía a los judíos durante el nazismo. La autora no elude el durísimo castigo que sufrió la población alemana en la guerra y en la posguerra: los muertos en combate, los salvajes e innecesarios bombardeos de los aliados cuando Alemania ya estaba derrotada, las violaciones de los soldados del ejército rojo: una familia de cada cinco perdió su domicilio, cientos de miles de civiles murieron bajo las bombas o padecieron secuelas de por vida, millones quedaron traumatizados, pero carga la culpa en el mortífero fanatismo de Hitler que costó la vida a más de cinco millones de soldados en el frente, y a una población que se dejó seducir por una ideología irracional.
Incluso en los medios educados, se encontraban pocos profesores de universidad, científicos, abogados y juristas que se opusieran a la exclusión de colegas judíos, cuyos puestos así liberados eran una oportunidad para los que no habían podido acceder antes debido a su falta de competencias”.

Un doble hilo recorre la investigación de la autora, el primero se centra en los mitläufer, como su abuelo Karl Schwarz, aquellos que «se dejaron llevar por la corriente», la mayoría del pueblo alemán, cuya ceguera y pequeños actos de cobardía que, ante, por ejemplo, la persecución o el secuestro a plena luz del día, ante sus propios ojos de más de 130.000 judíos, crearon “las condiciones necesarias para el desarrollo de los peores crímenes de Estado organizados que la humanidad haya conocido jamás”. El segundo, en la posguerra, la desmemoria. Konrad Adenauer, el padre de la RFA, integró en su gobierno a personas con claras responsabilidades en el nazismo como Hans Globke, que participó en la redacción de las leyes raciales de Núremberg, o Theodor Oberländer. En cambio, los que se habían opuesto al régimen criminal fueron considerados traidores o marginados de la política en la nueva Alemania.

Al igual que Irene Vallejo en El infinito en un junco, la autora huye del lenguaje ortopédico propio de la literatura y filosofía convencionales, especialmente la alemana, para en una lengua tersa y limpia ofrecernos una historia del periodo de la guerra y la posguerra mezclando la historia familiar con los hechos conocidos, siempre bajo la luz de la experiencia personal. Lo que resulta, más parece una biografía de Alemania que la historia distante de un historiador. La mayor parte de lo que cuenta es conocido, no tanto los problemas de Alemania para lidiar con la memoria. Solo gracias a fuertes e incansables personalidades, como el juez Fritz Bauer, se abrieron procesos contra criminales a mediados de los 50 y hubo que esperar a los años setenta, por la presión de la generación del 68 y la Escuela de Frankfurt, para enfrentar el hecho de que la mayoría de la población se dejase seducir por los nazis y que se aprovechase de su desgracia. Después de la guerra solo unos pocos fueron juzgados, buena parte de los cuadros del Estado permanecieron en sus puestos e incluso dentro de los nuevos partidos de la RFA. En la otra Alemania, la RDA, escurrieron el bulto bajo la falsa excusa de que los obreros no habían colaborado con el nazismo. No hubo ningún revisionismo del pasado. Algo parecido ocurrió en Austria, como en la Francia de De Gaulle, los políticos presentaban al país como víctima del régimen nazi. En la revisión de la posguerra, y del colaboracionismo, que hace Géraldine Schwarz, Francia e Italia, también algunos países del Este, no salen bien parados, desmontando el mito de la resistencia. Especialmente novedoso para mí ha sido enterarme de la barbarie italiana en sus zonas ocupadas y cómo eso se ha escamoteado.

En los Balcanes, las tropas italianas dejaron un recuerdo espantoso a las poblaciones locales. El racismo antieslavo del Duce lo acercaba a Adolf Hitler. El 22 de febrero de 1922, declaró: «Frente a una raza como la de los eslavos —inferiores y bárbaros—, no debemos continuar con la política de la zanahoria, sino con la del palo [...]. No debemos tener miedo de causar nuevas víctimas. [...] Diría que podemos sacrificar fácilmente a 500.000 eslavos bárbaros por 50.000 italianos». En la provincia yugoslava de Montenegro, el gobernador Alessandro Pirzio Biroli sembró el terror al exigir que se ejecutara a cincuenta civiles montenegrinos por cada italiano muerto por los partisanos. A veces, todos los hombres de un pueblo eran masacrados como represalia y se abandonaba a las viudas y los niños a su suerte (…) Después de un atentado fallido contra Graziani en 1937 en Adís Abeba, este último, nombrado virrey de Etiopía, desencadenó un baño de sangre en el país. En total, entre 350.000 y 760.000 etíopes sucumbieron a la guerra de agresión italiana”.

Una conclusión que saco de la lectura es la importancia de conocer con fidelidad los hechos, del pasado y del presente. Saber lo que ocurrió nos libera de la deuda con los hombres providenciales que salvan al país. No son los hombres son las instituciones fundadas en la verdad y la razón las que nos hacen libres y responsables.
«Si bien el pueblo alemán no estaba informado de todos los crímenes y se mantenía deliberadamente en la incertidumbre en cuanto a su especificidad, los nazis habían actuado de manera que cada alemán estaba al corriente al menos de una historia horrible. Por lo tanto, no había necesidad de conocer todos los crímenes cometidos en su nombre de manera precisa para comprender que se había convertido en el cómplice de un crimen inconfesable(Hannah Arendt).

"A menudo, me pregunto lo que yo habría hecho. Nunca lo sabré. Lo que importa lo comprendí leyendo estas líneas del historiador Norbert Frei: que no sepamos cómo nos habríamos comportado «no significa que no sepamos cómo habríamos tenido que comportarnos». Y cómo tendríamos que comportarnos en el futuro". (Géraldine Schwarz)

Creo que no es un augurio especialmente afinado afirmar que el siglo XXI será el siglo de las mujeres. Lo vemos en cómo los países que mejor lidian con el virus están gobernados por mujeres. Buena parte de los mejores libros que he leído últimamente están escritos por mujeres. Los dos últimos, El infinito en un junco y el que ahora comento Los amnésicos. A poco que se investigue se encontrará en la bioquímica de la mujer elementos diferenciales que hacen que su visión de las cosas sea más empática, menos guerrera y más colaborativa. Deseo que cuando se acerquen las próximas crisis, la climática en primer lugar, las mujeres las gestionen.


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