En Mi lucha, se lee: «La capacidad de absorción de las masas es muy limitada y la comprensión, reducida; pero, en contrapartida, su capacidad para olvidar es grande. Sobre la base de estos hechos, una propaganda eficaz debe limitarse a muy pocos puntos, que hay que repetir a porfía a la manera de un eslogan», hasta que todos estén convencidos de haber querido siempre esto y no otra cosa. Su ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, recomendaba «impregnar al ciudadano de las ideas de la propaganda sin que se diera cuenta de que se estaba impregnando».
El
punto de partida de Géraldine Schwarz en
Los
amnésicos
es personal. Abordar los asuntos del mundo desde la propia
experiencia es una inmejorable perspectiva. Hija
de madre francesa y de padre alemán, los
abuelos de Géraldine vivieron la guerra, no
fueron víctimas sino que entre la indiferencia y el provecho, como
muchos,
fueron responsables de algún tipo de complicidad, aunque
no
todos lo fueron en igual grado. Las responsabilidades en el lado
familiar francés
no
las tiene tan claras como
en el alemán. Su abuelo paterno se aprovechó del momento y compró
el negocio de un industrial judío por debajo del precio que
correspondía. Lo que le lleva a hablar de los mitläufer,
la
parte de la población que no
quiso
ver o se aprovechó
con su indiferencia de lo que les sucedía a los judíos durante el
nazismo. La
autora no elude el durísimo castigo que sufrió la población
alemana en la guerra
y en la posguerra: los muertos en combate, los salvajes e
innecesarios bombardeos de los aliados cuando Alemania ya estaba
derrotada, las violaciones de los soldados del ejército rojo: una
familia de cada cinco perdió su domicilio, cientos de miles de
civiles murieron bajo las bombas o padecieron secuelas de por vida,
millones quedaron traumatizados, pero carga la culpa en el mortífero
fanatismo de Hitler que costó la vida a más de cinco millones de
soldados en el frente, y a una población que se dejó seducir por
una ideología irracional.
“Incluso en los medios educados, se encontraban pocos profesores de universidad, científicos, abogados y juristas que se opusieran a la exclusión de colegas judíos, cuyos puestos así liberados eran una oportunidad para los que no habían podido acceder antes debido a su falta de competencias”.
Un
doble
hilo recorre la
investigación de la autora, el primero se centra en
los mitläufer,
como su abuelo Karl Schwarz, aquellos que «se dejaron llevar por la
corriente», la mayoría del pueblo alemán, cuya
ceguera y pequeños actos de cobardía que,
ante,
por
ejemplo,
la persecución o el secuestro a plena luz del día, ante sus propios
ojos de más de 130.000 judíos, crearon
“las condiciones necesarias para el desarrollo de los peores
crímenes de Estado organizados que la humanidad haya conocido
jamás”.
El
segundo, en la posguerra,
la desmemoria. Konrad Adenauer, el
padre de la RFA, integró
en su gobierno a personas
con claras responsabilidades en el nazismo como Hans Globke, que
participó en la redacción de las leyes raciales de Núremberg, o
Theodor Oberländer. En cambio, los que se habían opuesto al régimen
criminal fueron considerados traidores o marginados de la política
en la nueva Alemania.
Al
igual que Irene Vallejo en El
infinito en un junco,
la autora huye del lenguaje ortopédico propio
de
la literatura y filosofía convencionales,
especialmente
la
alemana,
para en una lengua tersa y limpia ofrecernos una historia del periodo
de la guerra y la posguerra mezclando
la historia familiar con los hechos conocidos, siempre
bajo la luz de la experiencia personal.
Lo que resulta, más parece una biografía de Alemania que la
historia distante de un historiador. La mayor parte de lo que cuenta
es conocido, no tanto los problemas de Alemania para lidiar con la
memoria. Solo
gracias a
fuertes
e
incansables personalidades,
como el juez Fritz Bauer,
se abrieron procesos contra criminales a
mediados de los 50 y hubo
que esperar a
los años setenta, por
la presión de la
generación del
68 y
la Escuela de Frankfurt,
para
enfrentar el
hecho de que la mayoría de la población se dejase seducir por los
nazis y que se aprovechase de su desgracia. Después de la guerra
solo unos pocos fueron juzgados, buena parte de los cuadros del
Estado permanecieron en sus puestos e incluso dentro de los nuevos
partidos de la RFA. En
la otra Alemania, la RDA, escurrieron el bulto bajo la falsa excusa
de que los obreros no habían colaborado con el nazismo. No hubo
ningún revisionismo del pasado. Algo parecido ocurrió en Austria,
como en la Francia de De Gaulle, los políticos presentaban
al país como víctima del régimen nazi. En la revisión de la
posguerra, y
del colaboracionismo, que hace Géraldine Schwarz, Francia e Italia,
también algunos países del Este, no salen bien parados,
desmontando
el mito de la resistencia.
Especialmente novedoso para mí ha sido enterarme de la barbarie
italiana en sus zonas ocupadas y cómo eso se ha escamoteado.
“En los Balcanes, las tropas italianas dejaron un recuerdo espantoso a las poblaciones locales. El racismo antieslavo del Duce lo acercaba a Adolf Hitler. El 22 de febrero de 1922, declaró: «Frente a una raza como la de los eslavos —inferiores y bárbaros—, no debemos continuar con la política de la zanahoria, sino con la del palo [...]. No debemos tener miedo de causar nuevas víctimas. [...] Diría que podemos sacrificar fácilmente a 500.000 eslavos bárbaros por 50.000 italianos». En la provincia yugoslava de Montenegro, el gobernador Alessandro Pirzio Biroli sembró el terror al exigir que se ejecutara a cincuenta civiles montenegrinos por cada italiano muerto por los partisanos. A veces, todos los hombres de un pueblo eran masacrados como represalia y se abandonaba a las viudas y los niños a su suerte (…) Después de un atentado fallido contra Graziani en 1937 en Adís Abeba, este último, nombrado virrey de Etiopía, desencadenó un baño de sangre en el país. En total, entre 350.000 y 760.000 etíopes sucumbieron a la guerra de agresión italiana”.
Una
conclusión que saco de la lectura es la importancia de conocer con
fidelidad los hechos, del pasado y del presente. Saber lo que ocurrió
nos libera de la deuda con los hombres providenciales que salvan al
país. No
son los hombres son las instituciones fundadas en la verdad y la
razón las que nos hacen libres y responsables.
«Si bien el pueblo alemán no estaba informado de todos los crímenes y se mantenía deliberadamente en la incertidumbre en cuanto a su especificidad, los nazis habían actuado de manera que cada alemán estaba al corriente al menos de una historia horrible. Por lo tanto, no había necesidad de conocer todos los crímenes cometidos en su nombre de manera precisa para comprender que se había convertido en el cómplice de un crimen inconfesable.» (Hannah Arendt).
"A menudo, me pregunto lo que yo habría hecho. Nunca lo sabré. Lo que importa lo comprendí leyendo estas líneas del historiador Norbert Frei: que no sepamos cómo nos habríamos comportado «no significa que no sepamos cómo habríamos tenido que comportarnos». Y cómo tendríamos que comportarnos en el futuro". (Géraldine Schwarz)
Creo
que no es un augurio especialmente afinado afirmar que el siglo XXI
será el siglo de las mujeres. Lo vemos en cómo los países que
mejor lidian con el virus están gobernados por mujeres. Buena parte
de los mejores libros que he leído últimamente están escritos por
mujeres. Los dos últimos, El infinito en un junco y el que ahora
comento Los amnésicos. A poco que se investigue se encontrará en la
bioquímica de la mujer elementos diferenciales que hacen que su
visión de las cosas sea más empática, menos guerrera y más
colaborativa. Deseo que cuando se acerquen las próximas crisis, la
climática en primer lugar, las mujeres las gestionen.
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