jueves, 28 de mayo de 2020

La piedra de la inexperiencia



Acabo de bajar, y poco después subir, dando un pequeño rodeo, por la ladera del pinar que me lleva al centro de la ciudad, como hago cada día alrededor de las doce para hacer la compra. En una zona menos inclinada que las demás, más recogida, ayer atardeciendo una muchachada de adolescentes acampó. Ahora por el suelo, entre los pinos, han dejado la basura de su desorden mental, propio de los adolescentes, a los que estos días veo a esas horas apretarse sin ninguna precaución en círculos donde comparten botellas y latas de cerveza, bolsas de ganchitos y chuches, kit kats y bolsas grandes donde han acarreado todo el material del derroche. Todo está ahora por el suelo, la pradera primaveral, jaras, salvias y retamas, atestada de mierda. Esos adolescentes tienen padres y madres y profesores en el colegio y han visto alguna vez la tele, han sido aleccionados en el cuidado del ecosistema y la urbanidad, en la necesidad del fin del consumismo y del modelo neoliberal. Tendrá que pasar la adolescencia y adquirir algo de soltura mental para que lo que han hecho les repugne y avergüence. Todavía no.

A menudo el hombre ha creído que la cultura había alcanzado un hito que no se podría revertir. Pienso, por ejemplo, en la colección Warburg, en Hamburgo, cuando Ernst Cassirer la visitó en 1920. La colección seguía un original sistema de clasificación, ideado por su creador, que se ajustaba a la ordenación e intelección del mundo como resumen y compendio de la cultura. La biblioteca quería abarcar la evolución cultural desde los orígenes en el tótem, el rito y el mito hasta las recientes ciencias de la naturaleza en un movimiento ascendente hacia el verdadero conocimiento del mundo. En sus anaqueles no había disciplinas, ni campos de estudio, ni siquiera sectores culturales delimitados con claridad, sino el compendio del saber. La idea era que la cultura acumulada en los signos y símbolos qué los seres humanos utilizan por encima de épocas y focos de interés sigue actuando e induciendo transformaciones esenciales y es más sabia que los hombres que en cada época concreta los utilizan en función de sus intereses. Cassirer había descubierto el lugar de sus sueños y la biblioteca al investigador para el que fue creada. El fruto será la gran obra Filosofía de las formas simbólicas. Pero que un hombre comprenda el orden del mundo no significa que la humanidad lo comprenda.

Pocos días antes de que Ernst Cassirer visitara por primera vez la colección Warburg, los Cassirer, que no hacía mucho se habían mudado de Berlín a Hamburgo, tuvieron un incidente desagradable con un vecino cuyo jardín lindaba con la parcela donde vivían. La mujer de Cassirer le rogó al vecino si su hijo de siete años podría ser un poco más silencioso o jugar en otro lugar para no perturbar la lectura y trabajo de los Cassirer. El vecino reaccionó con ira: “¿Acaso cree que ustedes no nos molestan? ¡Su aspecto mismo ya nos molesta! Todos ustedes tendrían que estar en Palestina”. Así describe lo que ocurrió, en sus memorias; Toni, la esposa de Cassirer: 

«Cuando el señor Hachmann me gritó desde el otro lado del canal que tendríamos que estar en Palestina, en su boca era equivalente a cuando dijo que so­mos un estercolero. Palestina estaba entonces en la cabeza de aquellas personas simplemente como un insulto. Para nosotros era el lugar al que emigraban los judíos estrechamente ligados a la tradición, o los refugiados rusos y polacos, para encontrar una nueva patria».

La experiencia de Aby Warburg y unos cuantos investigadores más, por encima de todos Ernst Cassirer, solo le sirvió a él, no la pudo transmitir, al menos de forma inmediata y para toda la humanidad. La humanidad había alcanzado un hito en aquel lugar de Alemania, entre otras cosas, que personas tan diferentes como el vecino y la señora Cassirer pudieran coexistir sin aborrecimiento (democracia liberal) pero como sabemos por cómo se desarrollaron los acontecimientos a los alemanes ese saber les sirvió de poco.

No se transmite la experiencia de generación en generación, no se cede el testigo del dolor, ni el esfuerzo necesario para vivir una vida digna, ni el horror, si alguna vez se padeció, del padre al hijo para que sirva de aprendizaje, sólo la emoción es un vehículo hacia la acción. Es fácil suscitarla, basta una imagen bien tomada, un tono de voz que haga vibrar una cuerda. Un tribuno desde un atril enardece a la masa más que el profesor en un aula ofreciendo los datos de lo que pasó. Cada uno ha de recorrer el camino de su experiencia, pero ha de ofrecerse a ella, bracear en los acontecimientos, ya que lo que el padre vivió no le importa al hijo sino acaso como cuento, como algo que contar o contrastar. El hijo salta a la vida a camisa abierta, sin hacer caso de advertencias, si es que se decide a saltar, porque muchos, hoy, prefieren seguir a resguardo del hogar, temerosos y lloricas, niños hasta oír la última paletada sobre la caja de madera protectora.

Los hombres sabios consignan su experiencia en forma de libros, obras de arte, instituciones, conquistas técnicas. El adolescente desconoce el mundo, se fía del hogar paterno, no de la experiencia del padre. Cada generación ha de valorar lo adquirido en relación a su falta o a su mejora, que los bienes no son estables ni eternos y que una tormenta que no se espera se los puede llevar. Cada generación está condenada como Sísifo a empujar la piedra de su inexperiencia.



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