Acabo
de bajar, y poco después subir, dando
un pequeño rodeo, por
la ladera del pinar que me lleva al
centro de la ciudad, como hago cada día alrededor de las doce para
hacer la compra. En una zona menos inclinada que las demás, más
recogida, ayer atardeciendo una muchachada de adolescentes acampó.
Ahora por el suelo, entre los pinos, han dejado la basura de su desorden mental, propio de los adolescentes, a los que estos días veo
a esas horas apretarse sin ninguna precaución en círculos donde
comparten botellas y latas de cerveza, bolsas de ganchitos y chuches,
kit kats y bolsas grandes donde han
acarreado
todo el material del
derroche. Todo está
ahora por el suelo, la pradera primaveral,
jaras, salvias y retamas,
atestada de mierda. Esos adolescentes tienen padres y madres y
profesores en el colegio y han visto alguna vez la tele, han sido
aleccionados en el cuidado del ecosistema y la urbanidad, en la necesidad del fin
del consumismo y del modelo neoliberal. Tendrá que pasar la
adolescencia y adquirir algo de soltura mental para que lo que han
hecho les repugne y avergüence. Todavía no.
A
menudo
el hombre ha creído que la cultura había alcanzado un hito que no
se podría
revertir. Pienso, por ejemplo, en la colección Warburg, en Hamburgo,
cuando Ernst
Cassirer
la visitó en
1920.
La
colección seguía
un original sistema de clasificación, ideado por su creador, que
se ajustaba a la ordenación
e intelección
del mundo como
resumen y compendio de la cultura. La
biblioteca
quería
abarcar
la evolución cultural
desde
los orígenes en
el
tótem, el rito y el mito hasta las recientes
ciencias de la naturaleza en un movimiento ascendente hacia el
verdadero conocimiento del mundo. En sus anaqueles no había
disciplinas, ni campos de estudio, ni siquiera sectores culturales
delimitados con claridad, sino el compendio del saber. La idea era
que la cultura acumulada en los signos y símbolos qué los seres
humanos utilizan por encima de épocas y focos de interés sigue
actuando e induciendo transformaciones esenciales y
es más sabia
que los hombres que en cada época concreta los utilizan en función
de sus intereses. Cassirer había descubierto el lugar de sus sueños
y la biblioteca al investigador para el que fue creada.
El
fruto será la gran obra Filosofía
de las formas simbólicas. Pero
que
un hombre comprenda el orden del mundo no significa que la humanidad lo
comprenda.
Pocos
días antes de que Ernst
Cassirer
visitara por primera vez la colección Warburg, los Cassirer, que
no
hacía mucho se habían mudado
de Berlín a Hamburgo, tuvieron
un
incidente desagradable con un vecino cuyo jardín lindaba
con la parcela donde
vivían.
La
mujer de Cassirer le
rogó
al vecino
si su hijo de siete años podría
ser un poco más silencioso o jugar en otro lugar para no perturbar
la lectura y trabajo de los Cassirer. El vecino reaccionó con ira:
“¿Acaso cree que ustedes no nos molestan? ¡Su aspecto mismo ya
nos molesta! Todos ustedes tendrían que estar en Palestina”. Así describe lo que ocurrió, en sus memorias; Toni, la esposa de Cassirer:
La experiencia de Aby Warburg y unos cuantos investigadores más, por encima de todos Ernst Cassirer, solo le sirvió a él, no la pudo transmitir, al menos de forma inmediata y para toda la humanidad. La humanidad había alcanzado un hito en aquel lugar de Alemania, entre otras cosas, que personas tan diferentes como el vecino y la señora Cassirer pudieran coexistir sin aborrecimiento (democracia liberal) pero como sabemos por cómo se desarrollaron los acontecimientos a los alemanes ese saber les sirvió de poco.
«Cuando el señor Hachmann me gritó desde el otro lado del canal que tendríamos que estar en Palestina, en su boca era equivalente a cuando dijo que somos un estercolero. Palestina estaba entonces en la cabeza de aquellas personas simplemente como un insulto. Para nosotros era el lugar al que emigraban los judíos estrechamente ligados a la tradición, o los refugiados rusos y polacos, para encontrar una nueva patria».
La experiencia de Aby Warburg y unos cuantos investigadores más, por encima de todos Ernst Cassirer, solo le sirvió a él, no la pudo transmitir, al menos de forma inmediata y para toda la humanidad. La humanidad había alcanzado un hito en aquel lugar de Alemania, entre otras cosas, que personas tan diferentes como el vecino y la señora Cassirer pudieran coexistir sin aborrecimiento (democracia liberal) pero como sabemos por cómo se desarrollaron los acontecimientos a los alemanes ese saber les sirvió de poco.
No
se transmite la experiencia de generación en
generación, no se
cede el testigo
del
dolor, ni el esfuerzo necesario
para vivir una vida digna,
ni el horror, si
alguna vez se padeció,
del padre al
hijo para
que sirva
de aprendizaje, sólo la emoción es
un
vehículo hacia
la
acción. Es fácil suscitarla, basta una imagen bien tomada, un tono
de voz que haga vibrar una cuerda. Un tribuno desde un atril enardece a la masa más que el
profesor
en un aula ofreciendo los datos de lo que pasó. Cada uno ha de
recorrer el camino de su experiencia, pero ha de ofrecerse a ella,
bracear en los acontecimientos, ya
que lo que el padre vivió no le importa al hijo sino acaso como
cuento, como algo que contar o contrastar. El
hijo salta
a la vida a camisa abierta, sin
hacer caso de advertencias, si
es que se decide a saltar, porque
muchos, hoy, prefieren seguir
a
resguardo del hogar, temerosos
y lloricas,
niños
hasta oír la última paletada sobre la
caja de madera protectora.
Los
hombres sabios consignan su experiencia en forma de libros, obras de
arte, instituciones, conquistas técnicas. El
adolescente
desconoce el mundo,
se
fía del hogar paterno, no de la experiencia del padre.
Cada generación ha de valorar lo adquirido en relación a su falta o
a su mejora, que los bienes no son estables ni eternos y
que
una tormenta que
no se espera se
los puede llevar. Cada generación está condenada como Sísifo
a empujar la piedra de su inexperiencia.
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