“Se dio media vuelta, para no ver el reproche que había en sus lomos, pero recordando muy bien que cada uno de ellos había significado, en la librería, una promesa de crítica radical de la sociedad tardocapitalista, y con qué alegría se los había llevado a casa. Pero Jürgen Habermas no tenía las piernas largas y frescas, vegetales, de Julia; ni Theodor Adorno emanaba el aroma frutal de lujuria adaptable que desprendía Julia; ni Fred Jameson dominaba las mismas artimañas que la lengua de Julia”. (Las correcciones, Jonathan Franzen).
Todos
hemos hecho
la
misma operación que el personaje de Jonathan Franzen que cita
Jeffries
en Gran
Hotel Abismo.
Recuerdo el estante con los gruesos tomos de las obras completas de
Mao y los volúmenes de bolsillo de Lenin, allí arriba, el primero a
la izquierda, al
que solo podía acceder con escalera.
De Mao recuerdo haber abierto el grueso primer
volumen
pero no creo haber pasado del índice; de Lenin algo leí, sin haber
acabado ningún volumen. Las obras de Marx, al
que sigo profesando respeto,
aún siguen diseminadas por varios estantes. Algunas leí, pero de
El
capital,
por más esforzadamente
que
iba pasando páginas,
no pude completar la lectura. El personaje de Franzen se deshace de
su colección de la Escuela de Frankfurt porque ni Adorno ni Habermas
pueden darle lo que espera de Julia,
y utiliza el magro
dinero
por
la venta de
un puñado de libros que ya nadie lee,
65
dólares frente a los 4.000 que había pagado por ellos,
para comprar un salmón noruego
pescado con caña. Eso sucedía hacia 2001,
cuando estaba en el aire la idea de que habíamos llegado al fin de
la historia (Fukuyama). Mis hijos eran entonces pequeños, Barcelona
estaba en pleno esplendor antes de que fuese asaltada por populistas
de toda laya que la hicieron descender, antes
de la pandemia, hasta alguno de los siete círculos con que Dante dibujada lo peor, yo me dedicaba
a preparar clases.
Qué se pregunta Jeffries, mostrando el sarcasmo
del personaje de Franzen. Si,
después de todo, tras
el
triunfo del liberalismo en
el 89, pasados los fastos del 92, la
caída de las Torres Gemelas a la vista de todo el mundo,
el
triunfo del consumismo de
pantallas,
queda algo aprovechable de los filósofos de Frankfurt. Si uno se
quedase en las dialécticas
de Horkheimer y Adorno parece que no. Quién hoy, salvo los
historiadores de la
cultura, podría leer su enrevesada
prosa.
La visión de conjunto de
la Escuela que
nos ofrece Jeffries es más nutritiva, cultura
triturada fácil de absorber,
que seguir los renglones de la abstrusa prosa.
El negativismo de Adorno tenía un contexto, el agujero negro de
Auschwitz. Su familia pereció, él
tuvo que emigrar, volvió a una Alemania amnésica. Quizá Habermas
no esté muerto del todo, cuánto nos gustaría que su idea del
patriotismo constitucional prendiese
y ondease al viento como una senyera.
Pero hay algo más, algo que no se debe abandonar
en
los estantes polvorientos de las bibliotecas. Los métodos de los
positivistas han triunfado, conocemos la vida material. La minería
de datos nos conoce y nos hace la vida más fácil. Pero ahí está
el quid. Auscultados y medidos hasta en nuestros más
ocultos sueños,
el capitalismo conoce cada rincón de nuestro estar en el mundo: sabe
lo que vamos a desear antes de abrir la página de Amazon. Marcuse lo
clavó: el hombre unidimensional.
Falta poco para que seamos clones,
antes de que la tecnología los construya en serie, ya estamos casi
formateados. Quizá no seamos más que átomos, células, proteínas
y enzimas conformados de una determinada manera, que nuestra varianza
sea limitada, pero aunque sea limitada es imposible que hayamos
agotados todas las posibilidades de ser. Como dice Jeffries
el sistema limita esas posibilidades cada vez más. Tenemos miedo a
que los robots nos sustituyan, pero
¿no
estamos ya
viviendo
una vida robotizada?
Si
no somos más que lo que los algoritmos más sofisticados dicen que
somos, si no queda nada al azar, si no es posible la diferencia, qué
sentido tiene ser humano si una máquina puede hacer cualquier cosa
que un hombre haga. No
es que Jeffries sea más optimista que Adorno pero sabe dónde está
la llaga y pone el dedo en ella, habla del uniformismo de las
industrias de los Jobs, Zuckerberg y Bezzos,
“una industria que nos ofrece más de lo mismo, desarrolla algoritmos para continuar encadenándonos a nuestros gustos, y nos hace desear nuestra propia dominación. En tal cultura a la carta, que elimina el descubrimiento casual, se burla de la dignidad y convierte la liberación humana en una posibilidad aterradora, los mejores escritos de la Escuela de Frankfurt tienen mucho que enseñarnos; como mínimo, sobre la imposibilidad y la necesidad de pensar de una manera diferente”.
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