Hay
males insoslayables, el mayor la muerte propia, ante la que no cabe
sino acatar la sentencia. Otros que se pueden aliviar, reducir o
combatir con los medios que la sociedad va acopiando, el progreso
económico y científico y
las
instituciones políticas,
como las enfermedades, la miseria o las catástrofes naturales. Y
otros que no vemos venir aún cuando son de procedencia humana y que
causan un dolor proporcional a nuestra ceguera. El ideal del hombre
nuevo y la promesa de su novedad causaron estragos en las primeras
décadas del siglo pasado. Es fácil decir ahora que la voluntad de
poder, la supremacía de la raza y
la
superioridad de la propia nación conducirían al exterminio de razas
inferiores e
infrahumanos.
Los nacionalistas exaltados vieron con alegría el surgir de un
movimiento que les llenaba de optimismo, la potencia de un pueblo
fuerte y unido tras la crisis económica. Es aún más difícil,
muchos
aún hoy no lo ven de ningún modo, que
el ansia de igualdad, el ideal de justicia, llevara a un sistema
totalitario que recluía a quienes no se plegaban, a quienes se
oponían, a los parásitos sociales, en el frío norte hasta la
muerte. Por millones. ¿Cuándo una ‘buena’ idea puede
convertirse en totalitaria? ¿Cuándo la buena fe, los inmejorables
sentimientos del pueblo empujan en esa dirección?
Philipp
Roth jugó en su novela a ver qué
podría haber ocurrido si las ideas nazis hubiesen tenido una
oportunidad en América. Tenían al
hombre, el famoso aviador amigo de Hitler, Charles Lindberg, tenían
el movimiento que podía haberle dado sustento social, la
violencia que los movimientos extremistas necesitan para imponerse, el
KKK y tenían los infrahombres en los que cebarse, los judíos. No he
leído la novela de Roth. Acabo de ver la serie. No es que sea un
portento, pero se deja ver, sobre todo como
advertencia sobre lo que puede volver a ocurrir.
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