Cuando
Adorno y Popper se reunieron en Tubinga en 1961,
en
la llamada Disputa del positivismo (recogida
aquí),
Adorno
aún no había publicado Dialéctica
Negativa
(1966) pero sus ideas no variaron en esos
años ni
en los posteriores.
Ambos representaban las dos corrientes antagónicas del momento,
Dialéctica contra Positivismo, simplificando, la metafísica contra
los hechos, ambas alemanas, una asentada desde el inicio en
Frankfurt, la otra en Viena. Las dos arrastraban concepciones
filosóficas
antiguas, la primera venía de Hegel, y simplificando también, si
nos remontamos más lejos, de Platón. La
segunda, de orígenes más difusos, remotamente de Aristóteles y más
cercanamente del empirismo inglés.
La Escuela de Frankfurt, a la que pertenecía Adorno, de hecho en ese
momento era el pope indiscutido, creía con Marx que había que
comprender el mundo para transformarlo. La
Escuela
había nacido como instituto de investigaciones marxistas.
En realidad, tras la Segunda Guerra Mundial, la segunda parte de
la tesis XI de Feuerbach, que Marx había hecho suya, había decaído
y en Frankfurt
se contentaban con sacar a relucir las negatividades del capitalismo.
Adorno creía que después de Auschwitz no había esperanza para la
humanidad, esa era más o menos la tesis de Dialéctica
negativa.
Aunque el Neopositivismo Lógico de la Escuela de Viena no marchaba
con una unidad parecida a la de Frankfurt (en esta
también había diferencias, pero
siempre sobre los rieles de la
dialéctica marxista), Popper era el intelectual más destacado desde
que publicara La
lógica de la investigación científica (1934).
Los positivistas afirmaban la realidad de los hechos y la posibilidad
de conocer el mundo mediante reglas matemáticas y lógicas precisas.
Si Adorno sostenía que los
científicos
eran
lacayos
al servicio del capitalismo, que ponían
la
comprensión
del
mundo a
su servicio para
mejor dominarlo, los positivistas afirmaban
que conocer
el mundo mediante un método riguroso era necesario para situar al
hombre en el mundo. Mientras
para Adorno en las sociedades industriales las condiciones eran de
falta de libertad, para Popper en las sociedades abiertas existía una libertad que permitía la búsqueda objetiva
de la verdad.
En
Tubinga no se llegó a ningún acuerdo. Adorno murió en 1969 sin
renunciar a su dialéctica negativa. Su idea de la superioridad de su
interpretación de la realidad capitalista mediante la teoría
crítica tuvo una gran resonancia en los posmodernistas franceses
(Lyotard, Foucault, Derrida) y en el multiculturalismo americano.
Popper, sin embargo, fiel a su idea de falsar
las hipótesis científicas, había
abandonado su adscripción al positivismo por lo
que llamaba el
racionalismo
crítico: la
ciencia antes que nada revela el inmenso alcance de nuestra
ignorancia; el
conocimiento humano nunca es definitivo sino que va saltando de una a
otra hipótesis,
cada
una producto
de conjeturas con aspiraciones de certeza pero que no pasan de ser
mera probabilidad. Ninguna
teoría es absolutamente verdadera. De
ese modo huía de la idea de ciencia única de los positivistas, un
rescoldo de la tradición metafísica.
Sin
embargo, el discípulo y heredero de Adorno en la Escuela de
Frankfurt, Jürgen Habermas, que
había participado en la Disputa del positivismo,
iba a ver las cosas de modo diferente. Ante el callejón sin salida
de la Dialéctica negativa,
elaboró un sistema complejo (Teoría
de la acción comunicativa,
1981)
que pretendía
dar con la clave para salir del impasse. Habermas
trastocó el pesimismo de su amigo en optimismo crítico. Los
frankfurtianos hablaban de razón instrumental para referirse al
dominio y explotación del hombre y la naturaleza por parte del
capitalismo; frente a ella, la razón crítica desvelaba el
mecanismo heredado de la Ilustración que había acabado en Auschwitz
y en el estalinismo. La impotencia política de la Escuela, que había
renunciado a la
segunda parte de la Tesis XI, a la
práctica revolucionaria
para
quedarse en teoría crítica, incitaron a Habermas a buscar una
solución en la razón comunicativa. Habermas
distinguía entre 'el mundo de la vida' y ‘el sistema’, las dos
esferas de la vida social. Con
el
mundo de la vida se
refiere al mundo de la vida cotidiana, de la familia y del hogar, en
el que los intercambios, los acuerdos y la creación de significados
se producen sin censuras. El sistema son los productos y estructuras
de la razón instrumental, básicamente el dinero y el poder, por
donde circulan los bienes y servicios: la
economía, la administración del Estado y los partidos políticos.
Es
en el primero donde se ejerce la razón comunicativa, que corre
el riesgo de ser colonizado por el segundo, por
la
razón instrumental. Habermas
creía que frente a los nacionalismos que habían llevado a Europa al
desastre el consenso racional era posible y necesario para el
florecimiento humano. Frente
al nacionalismo el patriotismo de la constitución. Pero
en algún momento, a comienzos de este siglo, Habermas comprendió
que su propuesta del ‘patriotismo constitucional’ era demasiado
optimista. La gente no iba a adherirse sentimentalmente
a
algo tan abstracto como el
consenso racional para huir del nacionalismo que
tanto detestaba.
Es ahí donde entra el debate que sostuvo con el cardenal Ratzinger, futuro papa Benedicto XVI, en 2004, en la escuela católica de Baviera. Ambos buscaban un abrazo que ayudase a mantener en pie sus respectivas estructuras metafísicas ante las fuerzas alienantes del mundo moderno. Ratzinger, en un momento especialmente convulso en la vida de la Iglesia Católica, esperaba que la “luz divina de la razón” ayudase en el control de las “patologías de la religión”. Habermas, buscando una fundamentación moral prepolítica a su sistema, envidiaba la esencia de lo humano que aparece en los contenidos de la tradición religiosa. La razón secular sufre de “debilidad motivacional”. Habermas echaba en falta lo que es natural en la religión, la inspiración a la virtud. Apelando a la tradición judeo-cristiana, que entró en la conversación europea en esos años, Habermas buscaba una alianza para salvaguardar su optimismo político alrededor del consenso racional. ¿Qué resultó de aquel encuentro? Después de década y media, no parece que haya germinado una alianza capaz de generar el entusiasmo suficiente para hacer frente a sus inesperados herederos, a uno y otro lado de la mesa del debate, los populistas.
Es ahí donde entra el debate que sostuvo con el cardenal Ratzinger, futuro papa Benedicto XVI, en 2004, en la escuela católica de Baviera. Ambos buscaban un abrazo que ayudase a mantener en pie sus respectivas estructuras metafísicas ante las fuerzas alienantes del mundo moderno. Ratzinger, en un momento especialmente convulso en la vida de la Iglesia Católica, esperaba que la “luz divina de la razón” ayudase en el control de las “patologías de la religión”. Habermas, buscando una fundamentación moral prepolítica a su sistema, envidiaba la esencia de lo humano que aparece en los contenidos de la tradición religiosa. La razón secular sufre de “debilidad motivacional”. Habermas echaba en falta lo que es natural en la religión, la inspiración a la virtud. Apelando a la tradición judeo-cristiana, que entró en la conversación europea en esos años, Habermas buscaba una alianza para salvaguardar su optimismo político alrededor del consenso racional. ¿Qué resultó de aquel encuentro? Después de década y media, no parece que haya germinado una alianza capaz de generar el entusiasmo suficiente para hacer frente a sus inesperados herederos, a uno y otro lado de la mesa del debate, los populistas.
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