lunes, 25 de mayo de 2020

De Tubinga a la Escuela católica de Baviera




Cuando Adorno y Popper se reunieron en Tubinga en 1961, en la llamada Disputa del positivismo (recogida aquí), Adorno aún no había publicado Dialéctica Negativa (1966) pero sus ideas no variaron en esos años ni en los posteriores. Ambos representaban las dos corrientes antagónicas del momento, Dialéctica contra Positivismo, simplificando, la metafísica contra los hechos, ambas alemanas, una asentada desde el inicio en Frankfurt, la otra en Viena. Las dos arrastraban concepciones filosóficas antiguas, la primera venía de Hegel, y simplificando también, si nos remontamos más lejos, de Platón. La segunda, de orígenes más difusos, remotamente de Aristóteles y más cercanamente del empirismo inglés. La Escuela de Frankfurt, a la que pertenecía Adorno, de hecho en ese momento era el pope indiscutido, creía con Marx que había que comprender el mundo para transformarlo. La Escuela había nacido como instituto de investigaciones marxistas. En realidad, tras la Segunda Guerra Mundial, la segunda parte de la tesis XI de Feuerbach, que Marx había hecho suya, había decaído y en Frankfurt se contentaban con sacar a relucir las negatividades del capitalismo. Adorno creía que después de Auschwitz no había esperanza para la humanidad, esa era más o menos la tesis de Dialéctica negativa. Aunque el Neopositivismo Lógico de la Escuela de Viena no marchaba con una unidad parecida a la de Frankfurt (en esta también había diferencias, pero siempre sobre los rieles de la dialéctica marxista), Popper era el intelectual más destacado desde que publicara La lógica de la investigación científica (1934). Los positivistas afirmaban la realidad de los hechos y la posibilidad de conocer el mundo mediante reglas matemáticas y lógicas precisas. Si Adorno sostenía que los científicos eran lacayos al servicio del capitalismo, que ponían la comprensión del mundo a su servicio para mejor dominarlo, los positivistas afirmaban que conocer el mundo mediante un método riguroso era necesario para situar al hombre en el mundo. Mientras para Adorno en las sociedades industriales las condiciones eran de falta de libertad, para Popper en las sociedades abiertas existía una libertad que permitía la búsqueda objetiva de la verdad.

En Tubinga no se llegó a ningún acuerdo. Adorno murió en 1969 sin renunciar a su dialéctica negativa. Su idea de la superioridad de su interpretación de la realidad capitalista mediante la teoría crítica tuvo una gran resonancia en los posmodernistas franceses (Lyotard, Foucault, Derrida) y en el multiculturalismo americano. Popper, sin embargo, fiel a su idea de falsar las hipótesis científicas, había abandonado su adscripción al positivismo por lo que llamaba el racionalismo crítico: la ciencia antes que nada revela el inmenso alcance de nuestra ignorancia; el conocimiento humano nunca es definitivo sino que va saltando de una a otra hipótesis, cada una producto de conjeturas con aspiraciones de certeza pero que no pasan de ser mera probabilidad. Ninguna teoría es absolutamente verdadera. De ese modo huía de la idea de ciencia única de los positivistas, un rescoldo de la tradición metafísica.


Sin embargo, el discípulo y heredero de Adorno en la Escuela de Frankfurt, Jürgen Habermas, que había participado en la Disputa del positivismo, iba a ver las cosas de modo diferente. Ante el callejón sin salida de la Dialéctica negativa, elaboró un sistema complejo (Teoría de la acción comunicativa, 1981) que pretendía dar con la clave para salir del impasse. Habermas trastocó el pesimismo de su amigo en optimismo crítico. Los frankfurtianos hablaban de razón instrumental para referirse al dominio y explotación del hombre y la naturaleza por parte del capitalismo; frente a ella, la razón crítica desvelaba el mecanismo heredado de la Ilustración que había acabado en Auschwitz y en el estalinismo. La impotencia política de la Escuela, que había renunciado a la segunda parte de la Tesis XI, a la práctica revolucionaria para quedarse en teoría crítica, incitaron a Habermas a buscar una solución en la razón comunicativa. Habermas distinguía entre 'el mundo de la vida' y ‘el sistema’, las dos esferas de la vida social. Con el mundo de la vida se refiere al mundo de la vida cotidiana, de la familia y del hogar, en el que los intercambios, los acuerdos y la creación de significados se producen sin censuras. El sistema son los productos y estructuras de la razón instrumental, básicamente el dinero y el poder, por donde circulan los bienes y servicios: la economía, la administración del Estado y los partidos políticos. Es en el primero donde se ejerce la razón comunicativa, que corre el riesgo de ser colonizado por el segundo, por la razón instrumental. Habermas creía que frente a los nacionalismos que habían llevado a Europa al desastre el consenso racional era posible y necesario para el florecimiento humano. Frente al nacionalismo el patriotismo de la constitución. Pero en algún momento, a comienzos de este siglo, Habermas comprendió que su propuesta del ‘patriotismo constitucional’ era demasiado optimista. La gente no iba a adherirse sentimentalmente a algo tan abstracto como el consenso racional para huir del nacionalismo que tanto detestaba

Es ahí donde entra el debate que sostuvo con el cardenal Ratzinger, futuro papa Benedicto XVI, en 2004, en la escuela católica de Baviera. Ambos buscaban un abrazo que ayudase a mantener en pie sus respectivas estructuras metafísicas ante las fuerzas alienantes del mundo moderno. Ratzinger, en un momento especialmente convulso en la vida de la Iglesia Católica, esperaba que la “luz divina de la razón” ayudase en el control de las “patologías de la religión”. Habermas, buscando una fundamentación moral prepolítica a su sistema, envidiaba la esencia de lo humano que aparece en los contenidos de la tradición religiosa. La razón secular sufre de “debilidad motivacional”. Habermas echaba en falta lo que es natural en la religión, la inspiración a la virtud. Apelando a la tradición judeo-cristiana, que entró en la conversación europea en esos años, Habermas buscaba una alianza para salvaguardar su optimismo político alrededor del consenso racional. ¿Qué resultó de aquel encuentro? Después de década y media, no parece que haya germinado una alianza capaz de generar el entusiasmo suficiente para hacer frente a sus inesperados herederos, a uno y otro lado de la mesa del debate, los populistas.


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