“Hablando con los demás te enteras, y las pequeñas historias que se confiesan al teléfono, como un murmullo, con miedo, penetran en el alma más hondo que las cifras. Esto es tan gigantesco que los números dicen poco, no los traduces en imágenes. O no quieres. Pero no me quito de la cabeza lo que le pasó a una amiga. Se murió su tío, en su propia casa, y no fue lo peor: tuvo que seguir allí cuatro días. La funeraria no daba abasto. Les aconsejaron abrir la ventana, quitar la calefacción y no entrar allí. Lejos de los ojos de todos suceden escenas espantosas”. (Murmullos con miedo al teléfono. Íñigo Dominguez).
La
voz. No hay una voz para el dolor estos días. Los muertos son una
cifra oficial que se da a una hora determinada de la mañana. Una
cifra que aumenta y se compara. No se muestra el detalle. Ni un solo
muerto aparece en pantalla. Se habla de ellos como abstracción, se
habla de
residencias de ancianos, de morgues provisionales, de ataúdes, de
cementerios, de cenizas. No vemos una sola cara de un muerto. Tampoco
vemos deudos llorando o protestando o recogidos en su silencio. Al
contrario, vemos muchos enfermos recuperados, más si son ancianos,
rodeados, aplaudidos, con palabras de exaltación y sonrisas, hasta
en portadas (obscenas) de periódicos.
No
hay ceremonias de despedida, se restringen a un número reducido de
familiares, se prohíben los velatorios. ¿Es que nadie llora? ¿Nadie
siente la muerte de cada uno de esos muertos que antes fueron
allegados y queridos? ¿Qué sucede? ¿Es una fatal maldición que
hay que aceptar sin protesta? ¿Son la mayoría viejos que están
bien muertos?
Hay
que rasgar el velo de irrealidad que nos envuelve. Encerrados en
casa, con breves salidas para la compra, pegados al televisor más
que para ver la realidad de la suma de muertos para consumir ficción,
para diluirnos cada uno en un mundo de ensueño, es como si fuésemos
objeto de un experimento que atañese a la humanidad entera. El mundo
real, el del esfuerzo y la fatiga, el de la sangre y el dolor, el
de la alegría salvaje y del dolor inhumano, el
de los vivos y muertos está desapareciendo para ser todos criaturas
de ficción.
Hay
que expresar el dolor, hay que llorar por la pérdida. Hay que exigir
que las televisiones nos muestren a los muertos y a sus deudos. Hay
que ver que lo que sucede es real, que gente viva ayer hoy está
muerta, que se les inhuma o incinera. No vale con decirlo, no valen
las palabras solas o las imágenes indirectas. Tenemos que ver el
dolor o llorar si nos toca. Tenemos que tocar con las manos y con la
boca la realidad del mundo. Está sucediendo. Tenemos que dejar de
ser niños a quienes se cuenta un cuento.
¿Tan
sumisos? ¿Así tan fácilmente aceptamos ser esclavos, perder de
golpe la sustancia corporal, el libre tránsito, nuestra condición
natural? ¿Tan fácilmente se reduce a una sociedad entera? ¿No era
fama que los españoles éramos
anarquistas, hombres irreductibles? ¿Tan fácilmente entregamos la
humanidad para ser espectadores estáticos de un mundo inventado o
acaso ya lo éramos antes de ahora? ¿Ya éramos entes de ficción
con una vida simulada? ¿Cuándo renunciamos, cuándo dejamos de ser
hombres libres, sabedores de que la muerte está al acecho, para
vivir en la simulación? ¿En qué momento aceptamos la anestesia?
Necesitamos
ver a los muertos, llorarlos, mostrar el dolor. Nos va la vida en
ello.
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