lunes, 6 de abril de 2020

No hay muertos en las televisiones



Hablando con los demás te enteras, y las pequeñas historias que se confiesan al teléfono, como un murmullo, con miedo, penetran en el alma más hondo que las cifras. Esto es tan gigantesco que los números dicen poco, no los traduces en imágenes. O no quieres. Pero no me quito de la cabeza lo que le pasó a una amiga. Se murió su tío, en su propia casa, y no fue lo peor: tuvo que seguir allí cuatro días. La funeraria no daba abasto. Les aconsejaron abrir la ventana, quitar la calefacción y no entrar allí. Lejos de los ojos de todos suceden escenas espantosas”. (Murmullos con miedo al teléfono. Íñigo Dominguez).

La voz. No hay una voz para el dolor estos días. Los muertos son una cifra oficial que se da a una hora determinada de la mañana. Una cifra que aumenta y se compara. No se muestra el detalle. Ni un solo muerto aparece en pantalla. Se habla de ellos como abstracción, se habla de residencias de ancianos, de morgues provisionales, de ataúdes, de cementerios, de cenizas. No vemos una sola cara de un muerto. Tampoco vemos deudos llorando o protestando o recogidos en su silencio. Al contrario, vemos muchos enfermos recuperados, más si son ancianos, rodeados, aplaudidos, con palabras de exaltación y sonrisas, hasta en portadas (obscenas) de periódicos.

No hay ceremonias de despedida, se restringen a un número reducido de familiares, se prohíben los velatorios. ¿Es que nadie llora? ¿Nadie siente la muerte de cada uno de esos muertos que antes fueron allegados y queridos? ¿Qué sucede? ¿Es una fatal maldición que hay que aceptar sin protesta? ¿Son la mayoría viejos que están bien muertos?

Hay que rasgar el velo de irrealidad que nos envuelve. Encerrados en casa, con breves salidas para la compra, pegados al televisor más que para ver la realidad de la suma de muertos para consumir ficción, para diluirnos cada uno en un mundo de ensueño, es como si fuésemos objeto de un experimento que atañese a la humanidad entera. El mundo real, el del esfuerzo y la fatiga, el de la sangre y el dolor, el de la alegría salvaje y del dolor inhumano, el de los vivos y muertos está desapareciendo para ser todos criaturas de ficción.

Hay que expresar el dolor, hay que llorar por la pérdida. Hay que exigir que las televisiones nos muestren a los muertos y a sus deudos. Hay que ver que lo que sucede es real, que gente viva ayer hoy está muerta, que se les inhuma o incinera. No vale con decirlo, no valen las palabras solas o las imágenes indirectas. Tenemos que ver el dolor o llorar si nos toca. Tenemos que tocar con las manos y con la boca la realidad del mundo. Está sucediendo. Tenemos que dejar de ser niños a quienes se cuenta un cuento.

¿Tan sumisos? ¿Así tan fácilmente aceptamos ser esclavos, perder de golpe la sustancia corporal, el libre tránsito, nuestra condición natural? ¿Tan fácilmente se reduce a una sociedad entera? ¿No era fama que los españoles éramos anarquistas, hombres irreductibles? ¿Tan fácilmente entregamos la humanidad para ser espectadores estáticos de un mundo inventado o acaso ya lo éramos antes de ahora? ¿Ya éramos entes de ficción con una vida simulada? ¿Cuándo renunciamos, cuándo dejamos de ser hombres libres, sabedores de que la muerte está al acecho, para vivir en la simulación? ¿En qué momento aceptamos la anestesia?

Necesitamos ver a los muertos, llorarlos, mostrar el dolor. Nos va la vida en ello.



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